La euforia y la vergüenza libraron una batalla campal en el pecho de Rocío durante toda la noche. El departamento, su refugio personal decorado con libros, plantas y recuerdos de una vida más simple, parecía haber encogido, aplastado por el peso de lo sucedido en aquella oficina lujosa. Se dejó caer en el sofá, aún con el traje gris y negro que había sido a la vez su armadura y su prenda de rendición. "Lo conseguí", se repetía, intentando inyectar alegría pura en el pensamiento, pero las palabras resonaban huecas. "Soy la secretaria personal de Daniel M., uno de los hombres más influyentes del país. Es un salario que cambia la vida, un currículum que abrirá cualquier puerta…". Pero entonces, la memoria, vívida y cruel, le traía la sensación del encaje negro deslizándose por sus muslos, la mirada impasible de él absorbiendo cada centímetro de su piel descubierta, el peso final de su tanga en el bolsillo de su traje. Un escalofrío de humillación le recorría la espina dorsal, seguido de inmediato por un calor repentino y vergonzante en el bajo vientre. "¿Qué clase de mujer soy para haberlo hecho? ¿Para sentir… esto?". No podía ponerle nombre a "esto". Era una mezcla nauseabunda de excitación prohibida, de sumisión forzada y de una curiosidad malsana que la asustaba. No hubo festejo. Solo un vaso de vino tembloroso y una noche de sueños entrecortados donde las sombras de madera oscura y los ojos grises de Daniel se confundían en un baile de poder y vergüenza.
A las seis de la mañana, el despertador sonó como un disparo en la quietud. Su cuerpo estaba rígido, como si no hubiera dormido, pero su mente ya estaba en alerta máxima. La ducha fue un ritual mecánico: el agua casi hirviendo que no lograba lavar la sensación de vulnerabilidad, el jabón de aroma neutro que no podía borrar el recuerdo del perfume de su oficina. Secarse frente al espejo de cuerpo entero fue una prueba. Su propia mirada se deslizó, inconscientemente, hacia el triángulo púbico, hacia la curva de sus nalgas, y una oleada de rubor le encendió las mejillas. "Prohibido". La palabra resonaba como un latigazo. Cada prenda que eligió fue una deliberación cargada de significado. Optó por un vestido ceñido de jersey negro, de manga larga y cuello alto, que le cubría hasta la base del cuello pero se abrazaba a cada curva de su cuerpo esbelto como una segunda piel. Era conservador en su diseño pero implacablemente seductor en su ajuste. No, no era seductor. Era obediente. Cumplía la regla, dejando la piel de sus intimidades en un contacto directo y constante con la tela, una recordatorio punzante con cada movimiento. Se puso medias de rejilla negras, intricadas y frágiles, y los mismos tacones de charol que habían sido testigos de su rendición. Al recogerse el cabello rubio en un moño severo, su rostro, pálido y con los labios carmesí, parecía la máscara serena de una geisha, ocultando el torbellino interior. "Solo es un trabajo. Es un idiota pervertido, pero el puesto es real. Aguantaré. Aprenderé. Y luego…". No terminó el pensamiento. Sabía, en algún lugar profundo de su ser, que no había "luego" que no pasara por él.
Al entrar en el edificio, la sensación fue radicalmente distinta a la del día anterior. Ya no era una suplicante, era una empleada. Pero era una empleada con un secreto sucio y ardiente escondido bajo la falda del vestido. Los guardias de seguridad la saludaron por su nombre, la secretaria gordita —a quien ahora sabía que se llamaba Norma— le dedicó una amplia sonrisa. —¡Bienvenida, Rocío! ¡Tu oficina está lista! —"Su" oficina. Un pequeño cubículo de lujo, contiguo a la de Daniel, con todo el equipo nuevo. Pero su mirada se clavó en la pesada puerta de roble cerrada. Él aún no había llegado. Preparó el café tal como Norma le indicó: solo, sin azúcar, fuerte. Lo llevó a su escritorio y esperó, las manos sudorosas sobre el teclado virgen, cada minuto una eternidad.
A las ocho en punto, como un reloj suizo, la puerta principal de la suite ejecutiva se abrió. Daniel entró con la aura de un predador en su territorio. Olía a aire matutino y a la misma colonia amaderada y seca de ayer. Ni siquiera la miró al pasar.
—Buen día, señor —logró articular ella, levantándose.
—Café —fue su única respuesta, desapareciendo en su oficina.
Rocío tomó la taza con manos que apenas lograba controlar y entró tras él. Él estaba de pie, mirando la ciudad por la ventana panorámica, con las manos en los bolsillos. Ella dejó la taza sobre el escritorio, en un posavasos de cuero.
—Su café, señor.
Él se dio la vuelta, tomó la taza, y llevó el borde a sus labios. Bebió un sorbo. Un silencio cargado. Luego, con un gesto de profundo desagrado, dejó la taza de golpe sobre el escritorio, salpicando el líquido oscuro.
—Está horrible.
Rocío se quedó paralizada. El suelo pareció inclinarse bajo sus pies. "¿Horrible? Pero si lo hice exactamente como…". No supo qué decir. Disculparse parecía débil. Justificarse, imposible. Se limitó a permanecer de pie, con la vista fija en una mancha de café que se expandía sobre la madera pulida, sintiéndose como una niña regañada.
Daniel se acercó a ella, despacio. Su altura era abrumadora. No podía evitar levantar la mirada y encontrarse con la suya. Y entonces, vio la sonrisa. No era una sonrisa de enfado. Era una sonrisa macabra, de pura malicia, los ojos entrecerrados como los de un gato a punto de jugar con su presa.
—¿Sabés obedecer? —preguntó, su voz un susurro ronco que le erizó la piel en la nuca.
El miedo fue un puño de hielo apretándole el estómago. Todo su ser le gritaba que saliera corriendo, pero sus pies estaban soldados al piso. La ambición y ese extraño magnetismo que él emanaba eran más fuertes.
—Sí, señor —logró murmurar, y su voz sonó quebrada.
—Mostrame que obedeciste —ordenó, sin alterar su tono, como si le pidiera un informe.
Ella lo sabía. Lo había sabido desde el momento en que él sonrió. Con un temblor incontrolable en las manos, se agarró del dobladillo de su vestido negro. La tela de jersey era elástica, se resistía un poco. Con un movimiento que le quemó el alma de vergüenza, comenzó a levantarla, despacio, revelando primero sus muslos, las ligas de las medias de rejilla, la piel pálida de sus ingles… y luego, el vacío. La ausencia total de cualquier prenda que ocultara su sexo. El aire frío de la oficina golpeó directamente su piel desnuda, y una oleada de calor la siguió inmediatamente, un rubor que le subió desde el pecho hasta la raíz del cabello. Se había detenido justo antes de exponer por completo el vello púbico, pero la evidencia de su obediencia era innegable, obscena.
Daniel emitió un sonido bajo, una mezcla de risa y aprobación. Con una rapidez sorprendente, su mano se alzó y le dio una nalgada seca y fuerte, no con violencia, sino con posesión. El golpe, más simbólico que doloroso, resonó en el silencio de la oficina y le dejó una sensación de ardor en la piel que se mezcló con la humillación.
—Creo que aún no te voy a despedir —dijo, y su tono era casi jovial. Luego, giró sobre sus talones y salió de la oficina, dejándola allí, con la falda aún levantada, expuesta y temblando, mientras la puerta se cerraba con un clic sordo.
"¿Por qué no lo denuncio? ¿Por qué no me doy vuelta y me voy?". La pregunta martillaba su cerebro mientras, con movimientos torpes, bajaba la falda, sintiendo la tela áspera rozar directamente su piel hipersensible. La respuesta estaba allí, en el nudo de emociones en su pecho: miedo, sí, pero también una dosis enfermiza de excitación, y por encima de todo, la ambición feroz de no rendirse, de probarle que podía soportarlo, de ganar ese juego perverso en el que, sin saberlo, ya estaba completamente inmersa.
La mañana transcurrió en un torbellino de papeleo y de intentar aprender sus nuevas funciones, cada momento interrumpido por el recuerdo de la nalgada y la sensación de desnudez bajo el vestido. Antes del mediodía, el teléfono interno de su escritorio emitió un zumbido agudo que le hizo dar un brinco. Era la línea directa de Daniel.
—Mi oficina. Ahora.
Era una orden, no una invitación. Colgó sin esperar respuesta. Rocío se levantó, las piernas débiles. "No. No otra vez. No puedo". Pero sus pies la llevaron hasta la puerta. Tomó aire, tratando de calmar el corazón que le golpeaba las costillas, y entró.
Daniel estaba sentado detrás de su escritorio, no trabajando, sino simplemente observándola entrar. La atmósfera estaba cargada, densa.
—Cerrá la puerta —dijo. Ella obedeció, y el clic de la cerradura sonó como el portazo de una celda.
Él se recostó en su silla, cruzó las manos sobre el pecho y la miró fijamente.
—Masturbate para mí.
La orden fue tan brutal, tan directa, que por un segundo Rocío creyó haberlo imaginado. "Huye. Gritá. Golpealo. Denuncialo". La voz de la razón era un grito agudo en su mente. Pero había otra voz, más baja, más profunda, que había sido alimentada por la humillación, la sumisión y esa excitación retorcida. Era la voz que le susurraba "obedecé". Y esa voz era más fuerte. Sin una palabra, con la mirada perdida en un punto de la pared detrás de él, comenzó a caminar hacia el escritorio. Sus tacones hacían eco en el silencio. Se detuvo frente a la imponente pieza de madera.
—Sentate —ordenó él.
Ella se sentó en el borde del escritorio pulido, sintiendo la fría superficie a través de la fina tela de su vestido. Era un acto de profanación, sentarse en el altar de su poder. Con movimientos que parecían de sonámbula, separó las piernas, apoyando los tacones en el suelo. El vestido negro se recogió en sus muslos, exponiendo de nuevo su desnudez. Daniel no se movió. Solo observaba, sus ojos claros grabando cada detalle, su respiración calmada.
Ella alzó una mano trémula. Sus dedos, pálidos y con las uñas rojas, descendieron por su propio cuerpo, sobre el vestido, hasta encontrar el borde de la tela. Luego, se deslizaron por debajo, sobre la piel desnuda de su vientre, hasta llegar al montón de Venus. El primer contacto de sus propios dedos con su clítoris ya sensible fue una descarga eléctrica. Un gemido ahogado se le escapó de los labios. Comenzó a masajearse, al principio con movimientos circulares torpes, tímidos, la cara vuelta hacia un lado, incapaz de soportar la intensidad de su mirada.
—Más lento —la voz de Daniel era una orden serena, un director de orquesta —. Apretá más fuerte. Quiero ver cómo te movés.
Ella, hipnotizada, obedeció. Redujo el ritmo, presionando con más determinación el pequeño botón de nervios. Una oleada de placer, sucia y deliciosa, comenzó a extenderse desde su centro. Sus caderas comenzaron a moverse con un ritmo inconsciente, buscando la presión de sus dedos.
—Metete un dedo —ordenó él, su voz un poco más áspera —. Quiero oírlo.
Rocío gimió, arqueando la espalda. Su dedo índice, lubricado por su propia excitación, se deslizó sin esfuerzo dentro de su vagina, que se encontraba sorprendentemente húmeda y caliente. La sensación de penetración, combinada con el conocimiento de estar siendo observada, fue abrumadora. Un sonido húmedo y leve se unió a sus jadeos.
—Ahora otro —exigió Daniel, inclinándose un poco hacia adelante, sus ojos brillando con un fuego oscuro.
Ella introdujo el dedo medio junto al índice, sintiendo el estiramiento, la plenitud. Sus gemidos ya no podía contenerlos. Salían de su garganta, bajos y roncos, eco de una vergüenza transformada en pura sensación animal. Se tocaba con una ferocidad creciente, los dedos moviéndose dentro de ella, el pulgar frotando su clítoris con insistencia. La oficina se llenó del sonido de su placer: los jadeos, los gemidos, el suave chapoteo de sus dedos entrando y saliendo.
—Así… —murmuró Daniel, y por primera vez, había un dejo de jadeo en su propia voz —. Más rápido. Llegá. Quiero verte llegar.
Fue la orden final que necesitaba. El orgasmo la embistió como un tren, violento y catártico. Un grito desgarrado le arrancó el pecho, su cuerpo se tensó como un arco, sus dedos se clavaron dentro de sí misma mientras una serie de espasmos convulsivos la recorrían de pies a cabeza. Se desplomó hacia atrás, apoyándose en los codos, jadeando, con la vista nublada, el vestido arrugado en la cintura, completamente expuesta y agotada.
Mientras intentaba recuperar el aliento, sintiendo las últimas ondas de placer remolinar en su interior, Daniel se levantó. Se acercó a ella, que aún estaba tendida sobre su escritorio, vulnerable y consumida. No la tocó. Solo la miró con esa expresión de propietario satisfecho.
—Te merecés un regalo —dijo, y su tono era casi afectuoso, lo que resultaba más aterrador que su ira.
Abrió un cajón de su escritorio y sacó un objeto pequeño que brilló bajo la luz. Era un plug anal, de cristal tallado con elegancia, con una base en forma de corazón enjoyado. Era a la vez hermoso y vulgar. Se lo tendió.
—Ahora andate —le dijo —. Y mañana, traé puesto mi regalo. Quiero saber que lo llevás puesto todo el día mientras trabajás para mí.
Rocío, con la mente aún nublada por el orgasmo y la humillación, tomó el objeto frío con dedos temblorosos. Bajó del escritorio, las piernas tan débiles que casi cae. Ajustó su vestido sin poder mirarlo a los ojos.
—Sí, señor —susurró.
Y salió de la oficina, sintiendo el peso del plug de cristal en su mano como si fuera de plomo, sabiendo que su sumisión ya no tenía límites, y preguntándose, una vez más, por qué demonios no era capaz de dejar de obedecer.
Continuara...

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