Bajo las Sábanas de Mis Padres - Final.

 


El tiempo había pasado con una lentitud exasperante para Diana. Una semana completa desde aquella noche en el sofá del comedor, desde que su padre la había tomado con una ferocidad que aún hacía arder su piel al recordarlo, desde que su madre la había observado con esa mirada de aprobación lujuriosa que la hacía sentir al mismo tiempo expuesta y adorada. Pero desde entonces… nada. 


Mientras caminaba de vuelta a casa desde la universidad, el sol del atardecer teñía las calles de tonos dorados y anaranjados, iluminando su figura esbelta con una calidez que contrastaba con el frío de sus pensamientos. Llevaba un atuendo sencillo pero que resaltaba sus curvas de manera discreta: unos jeans ajustados de talle alto que ceñían sus caderas estrechas y acentuaban el volumen de sus nalgas firmes, una blusa holgada de color beige que dejaba entrever los tirantes de su sostén de encaje negro cuando el viento la pegaba contra su torso, y unas zapatillas blancas limpias que resonaban contra el pavimento con cada paso decidido. Su cabello, largo y lacio como una cascada de oro ceniza, caía sobre sus hombros, moviéndose levemente con la brisa. Llevaba un ligero maquillaje —solo rímel para acentuar sus ojos azules y un poco de brillo labial—, pero su belleza natural no necesitaba más. 


"¿Solo querían sacarse las ganas conmigo?" El pensamiento la atormentaba, rondando en su cabeza como un mosquito insistente. Cada vez que recordaba las manos de su padre en su cuerpo, la voz de su madre animándola, sentía un calor familiar entre sus piernas, seguido de inmediato por un vacío frustrante. ¿Había sido solo un juego pasajero para ellos? ¿Una fantasía cumplida y luego descartada? 


La tentación de gritar sus pensamientos a la calle desierta fue tan fuerte que sintió las palabras quemándole la garganta: "¡Quiero que mis padres me vuelvan a hacer el amor!" Pero el miedo a ser escuchada, a que alguien descubriera su secreto, la hizo tragarse las palabras con un nudo en la garganta. 


Al llegar a casa, el silencio la recibió como un muro. No había risas, ni murmullos, ni el sonido de pasos en el piso superior. Solo un sobre blanco sobre la mesa de la cocina, con su nombre escrito en la letra elegante de su madre. 


"Tenemos una cena de negocios. No nos esperes. Te queremos. Mamá y Papá." 


Diana arrugó el papel entre sus dedos, no por ira, sino por frustración. Cenó sola, masticando cada bocado sin sabor, mientras su mente divagaba en preguntas sin respuesta. ¿Por qué no la reclamaban? ¿Acaso no la deseaban ya? ¿Había hecho algo mal? 


La idea surgió como un relámpago en su mente: si ellos no hacían nada, ella se ofrecería. Si la rechazaban, sabría la verdad. Pero si no… 


Se dirigió a su habitación con determinación, abriendo su armario con manos que apenas temblaban. Necesitaba algo que no dejara lugar a dudas, algo que gritara "tómenme" sin necesidad de palabras. El camisón negro de encaje que su madre le había regalado en su último cumpleaños (¿había sido una indirecta incluso entonces?) era perfecto: ajustado en el torso, con un escote que dejaba al descubierto la mitad de sus pechos, y tan corto que apenas cubría sus nalgas. El tejido era tan fino que resultaba casi transparente, especialmente bajo la luz. Se lo puso sin ropa interior, dejando que el encaje rozara sus pezones ya erectos por la anticipación. 


Se miró en el espejo, arreglando su cabello con unos toques rápidos de sus dedos, dejándolo suelto y sedoso. Se aplicó un poco más de brillo en los labios, mordiéndolos después para darles un color natural pero carnoso. Sus ojos, ya brillantes por la excitación y los nervios, no necesitaban más adornos. 


La espera fue agonizante. Cada minuto que pasaba sentada en su cama, escuchando atentamente por cualquier ruido que anunciara su llegada, era una tortura. Finalmente, el sonido del auto en el garaje, los pasos en la entrada, las voces bajas de sus padres subiendo las escaleras… 


Esperó unos minutos más, hasta estar segura de que estaban en su habitación. Luego, con un coraje que no sabía que tenía, cruzó el pasillo y se detuvo frente a su puerta. Su corazón latía tan fuerte que temía que lo escucharan al otro lado. 


"¿Y si me rechazan? ¿Y si me miran con disgusto?" 


Pero la necesidad de saber era más fuerte. Con un último respiro profundo, abrió la puerta y entró. 


La escena que encontró era doméstica en su normalidad: su padre ya sin camisa, preparándose para ducharse; su madre quitándose los aretes frente al espejo del tocador. Ambos se giraron al escucharla entrar, y Diana, con las mejillas ardiendo de vergüenza pero sin retroceder, preguntó con una voz que apenas era un suspiro: 


—¿Ya… ya no les gusto más? 


El silencio que siguió a la pregunta de Diana se extendió por apenas unos segundos, pero para ella, cada latido de su corazón resonó como un tambor en ese intervalo eterno. La expresión de sus padres cambió de sorpresa a algo más oscuro, más cálido, como si una chispa largamente contenida finalmente hubiera encontrado su mecha. Su madre fue la primera en moverse, acercándose con esa gracia felina que siempre había poseído, sus tacones haciendo eco contra el piso de madera mientras cruzaba la habitación hacia su hija temblorosa. 


—Amor —susurró, levantando una mano para acariciar la mejilla ardiente de Diana—, nosotros estuvimos hablando... y decidimos no presionarte. —Sus dedos, siempre tan delicados, tan femeninos, se enredaron en los cabellos dorados de su hija mientras inclinaba su propio rostro—. Pero en realidad... 


El beso fue breve pero electrizante, apenas un roce de labios contra los de Diana, pero suficiente para hacerla estremecer de pies a cabeza. El sabor a lápiz labial de su madre, ese tono granate que siempre usaba para las cenas importantes, se mezcló con el aroma a vino tinto que aún impregnaba su aliento. Cuando se separaron, los ojos oscuros de su madre brillaban con una intensidad que Diana nunca antes había visto dirigida hacia ella. 


—Queremos seguir con lo que empezamos —confesó su madre, las palabras saliendo como un secreto compartido entre amantes. 


Detrás de ella, su padre se movió por primera vez desde que Diana había entrado en la habitación. Cristofer Sandoval no era hombre de muchas palabras, pero cuando habló, su voz grave resonó en los huesos de su hija como un trueno cercano: 


—Pero una vez que te decidas... no pienso parar. 


Diana sintió cómo esas palabras se le clavaban en el vientre, calientes como hierro fundido. No había amenaza en ellas, solo promesa. Una promesa de posesión total, de entrega absoluta. Y era exactamente lo que ella había anhelado escuchar durante esta semana interminable de abstinencia y dudas. 


—Quiero continuar —respondió, encontrando una fuerza en su voz que no sabía que tenía—. No me importan las consecuencias. 


Fue como si hubiera roto un hechizo. Su padre cruzó la distancia que los separaba en dos zancadas largas, sus manos grandes cerrándose alrededor de la cintura de Diana con una familiaridad que ya no pretendía esconder. Cuando sus labios se encontraron con los de ella, el beso fue todo menos paternal: húmedo, profundo, con la urgencia de una semana de abstinencia forzada. Diana pudo saborear el whisky que había bebido en la cena, sentir el roce de su barba incipiente contra su piel sensible. Sus propias manos se aferraron a sus hombros, hundiendo los dedos en la musculatura que tantas veces había admirado en secreto. 


Mientras su padre la devoraba con la boca, su madre trabajaba detrás de ella, deslizando las manos por el camisón transparente que Diana había elegido con tanto cuidado. Los dedos expertos encontraron los brotes sensibles de sus pezones a través de la tela, pellizcándolos con precisión quirúrgica hasta hacerla gemir contra los labios de su padre. 


—Vamos a la cama —ordenó su madre, no como una sugerencia, sino como el anuncio de un ritual que estaban a punto de comenzar. 


El viaje de tres pasos hasta el lecho conyugal fue una danza de manos ávidas y bocas hambrientas. La madre de Diana se encargó del camisón, deslizándolo por los hombros de su hija con una lentitud deliberada, dejando al descubierto cada centímetro de piel palpitante. Su padre, mientras tanto, se despojó de la camisa restante con un movimiento brusco que hizo volar los botones, revelando ese torso que Diana había espiado tantas veces en la playa o en la piscina familiar, pero que ahora podía tocar sin restricciones. 


Cuando llegaron al borde de la cama, Diana estaba ya medio desnuda, su camisón colgando de un brazo como un estandarte de rendición. Su madre, con la elegancia de quien ha realizado este baile incontables veces, se quitó el vestido de fiesta con un solo movimiento de cremallera, dejando al descubierto un conjunto de lencería negra que hacía que Diana se preguntara cuánto de esto había sido planeado. Su padre, por su parte, se deshizo del resto de su ropa con la eficiencia de un soldado, hasta que los tres estuvieron igualmente expuestos bajo la luz cálida de la lámpara de noche. 


Diana, ahora en el centro del colchón que había fantaseado tantas veces, sintió cómo algo primitivo dentro de ella tomaba el control. Sin pensarlo, abrió las piernas en un gesto de invitación que era tanto un reto como una súplica. El aire frío de la habitación rozó su sexo ya húmedo, haciéndole consciente de lo expuesta que estaba, de lo vulnerable que se había vuelto. Pero cuando levantó la vista y vio la forma en que sus padres la miraban -su madre con esa sonrisa de satisfacción lenta, su padre con los ojos oscuros de puro deseo- supo que nunca había estado más segura. 


"Esto es lo que siempre quise", pensó, arqueando la espalda para ofrecer más de sí misma. "Esto es donde pertenezco." 


Y cuando las manos de sus padres descendieron sobre su cuerpo al unísono -una grande y callosa, otra pequeña y suave- Diana supo que esta noche solo era el principio de todo lo que estaba por venir. 


La cama de sus padres, ese santuario donde Diana había fantaseado tantas veces, ahora se convertía en el escenario de su propia consagración. El colchón se hundía bajo el peso de los tres cuerpos entrelazados, las sábanas de algodón egipcio—siempre impecables, siempre perfumadas—se arrugaban bajo sus movimientos frenéticos. Diana yacía en el centro, desnuda y entregada, sus pechos grandes y pesados levantándose con cada respiración agitada, los pezones rosados y erectos como pequeñas frutas maduras. Su madre, a su lado, no era menos espectacular: sus senos, quizás un poco más pequeños pero igualmente firmes, con pezones oscuros y sensibles que reaccionaban al más mínimo roce. 


—Dios, mira cómo nos miras —susurró su madre, siguiendo la dirección de la mirada voraz de su padre, que recorría los cuerpos de ambas mujeres como un hombre que no sabía por dónde empezar a devorar. 


Cristofer no respondió con palabras. Se lanzó sobre ellas con la ferocidad de un depredador, sus manos grandes agarrando un pecho de cada una, comparando texturas, pesos, reacciones. Diana gimió cuando sus dedos se cerraron alrededor de su seno, apretando con justeza entre el dolor y el placer, mientras su madre arqueaba la espalda hacia el contacto, sus uñas pintadas de rojo oscuro clavándose levemente en los muslos de su hija. 


—Quiero probarlas a las dos —gruñó Cristofer, su voz más grave de lo habitual, cargada de una lujuria que hacía temblar a Diana—. A ver quién sabe gemir más dulce. 


Se inclinó primero hacia su esposa, capturando un pezón entre sus labios y chupando con la experiencia de años de matrimonio, haciendo que ella lanzara un grito agudo y sofisticado, como el tañido de una campana de cristal. Pero cuando se volvió hacia Diana, el tratamiento fue distinto—más brutal, más experimental—, mordiendo el pezón hasta hacerla gritar y retorcerse, sus manos aferrándose a las sábanas como anclas. 


—¡Papi! —gritó Diana, más sorprendida que dolorida, el sobresalto convirtiéndose rápidamente en un placer prohibido que la hizo empujar su pecho hacia esa boca hambrienta. 


Su madre observaba, fascinada, una mano entre sus propias piernas mientras seguía el espectáculo. Pero pronto Cristofer tuvo otros planes. Con un gruñido, las volteó a ambas boca abajo, dándoles una nalgada simultánea que resonó como un disparo en la habitación. 


—En cuatro, las dos —ordenó, y no hubo lugar para desobedecer. 


Diana y su madre se miraron por un instante, un acuerdo tácito pasando entre ellas antes de colocarse en posición, sus nalgas al aire, sus espaldas arqueadas en una presentación obscena. Diana podía ver el sexo de su madre, más maduro pero igualmente deseable, los labios ligeramente más oscuros que los suyos, húmedos y entreabiertos como una flor nocturna. Sin pensarlo, se inclinó y lamió, sintiendo el sabor salado y único de su madre. 


—¡Oh, hija! —su madre gritó, sorprendida pero lejos de protestar, sus manos aferrándose a las sábanas cuando Diana repitió el movimiento, esta vez con más confianza. 


Cristofer observaba, su miembro erecto y palpitando en su mano, pasando de una mujer a otra como un sibarita indeciso entre dos manjares. Finalmente, con un gruñido, se posicionó detrás de su hija, la cabeza de su pene rozando su entrada con una presión que hizo contener la respiración a ambas mujeres. 


—Hoy es tu turno, princesa —susurró, antes de empujar dentro de Diana con una embestida que la hizo arquearse y gritar. 


El ritmo que estableció fue brutal desde el principio, cada embestida haciendo que Diana se tambaleara hacia adelante, donde su madre la esperaba con los labios abiertos. Pronto estuvieron besándose, un intercambio de lenguas y gemidos mientras Cristofer las poseía alternativamente, a veces cambiando de ángulo para que su miembro rozara contra los labios de su esposa antes de volver a hundirse en su hija. 


—Míralas —jadeó Cristofer, hablando más para sí mismo que para ellas—. Las dos putas más hermosas. 


Diana, perdida en el torbellino de sensaciones, solo podía aferrarse a su madre, sus pechos aplastándose contra los de ella, sus piernas temblando con cada embestida de su padre. Cuando el orgasmo la golpeó, fue con la fuerza de un tren desbocado, un grito desgarrador que su madre capturó con su boca, compartiendo el sabor de su éxtasis. 


Y cuando Cristofer finalmente estalló dentro de Diana, su semilla caliente llenándola, ambas mujeres colapsaron juntas en la cama, un enredo de extremidades sudorosas y corazones acelerados. 


Una hora después: Cristofer se reclinaba contra los almohadones de la cama, su torso musculoso brillando bajo un fino manto de sudor, sus manos enterradas en los cabellos de las dos mujeres más importantes de su vida. Diana y su mujer, arrodilladas entre sus piernas, compartían su miembro con una devoción que iba más allá del simple placer—era adoración, sumisión, un ritual íntimo que las unía en su tabú más oscuro. 


—Tomen lo que es suyo —murmuró Cristofer, su voz ronca por el deseo contenido mientras observaba cómo su esposa e hija se turnaban para lamer la longitud palpitante de su erección. 


La madre, con la elegancia de una mujer experimentada, comenzó primero. Sus labios carmesí se envolvieron alrededor de la cabeza, succionando con precisión mientras su lengua jugueteaba con el frenillo, un movimiento que sabía por experiencia que lo volvía loco. Diana, menos técnica pero igualmente entusiasta, siguió su ejemplo, lamiendo la base con largas lengüetadas que hacían temblar los muslos de su padre. 


—Dios, qué buena está mi hija —gruñó Cristofer, sus dedos apretando con más fuerza las melenas rubias que se mezclaban entre sus piernas. 


Diana sintió un escalofrío al escuchar esas palabras, una mezcla de vergüenza y excitación que la hizo tomar más de su padre en la boca, desafiando sus propios límites. El sabor salado y masculino inundó sus sentidos, el peso de su carne en su lengua haciéndola consciente de cada centímetro que lograba tragar. A su lado, su madre susurraba instrucciones entre besos húmedos: 


—Más suave, cariño, con la punta de la lengua… así —guiaba, demostrando con su propia boca cómo hacerlo mejor, sus ojos brillando con orgullo perverso al ver cómo Diana aprendía rápidamente. 


El espectáculo era tan erótico que Cristofer no pudo aguantar mucho. Con un gruñido gutural, anunció su llegada al clímax: 


—Van a tomarlo todo… las dos. 


El primer chorro fue para su esposa, que lo recibió en la lengua con los ojos cerrados y un gemido de aprobación. Diana, ansiosa por su turno, abrió la boca como un pichón hambriento, dejando que el resto de su semilla caliente llenara su paladar. El sabor era fuerte, terroso, un recordatorio físico de lo lejos que habían llegado. 


A partir de esa noche, se estableció una nueva normalidad en la casa de los Sandoval. Las mañanas encontraban a Diana vistiéndose con modestia—jeans ajustados, blusas que solo insinuaban sus curvas, zapatillas deportivas—, preparándose para su vida pública como una estudiante universitaria más. En las aulas, era aplicada y callada; en el café con amigas, reía con historias triviales de clases y profesores. Nadie sospechaba que detrás de sus mejillas sonrosadas y su sonrisa inocente se escondía un secreto que habría escandalizado a cualquiera. 


Pero las noches… las noches pertenecían a sus padres. 


El ritual comenzaba siempre igual: una cena normal, conversaciones triviales, hasta que el último plato era lavado y guardado. Entonces, sin necesidad de palabras, los tres subían las escaleras hacia la habitación conyugal. A veces era Diana quien iniciaba las cosas, deslizando las manos bajo la ropa de su padre mientras su madre observaba con una sonrisa cómplice. Otras veces era su madre quien la guiaba a la cama, enseñándole nuevos placeres con manos y boca expertas mientras Cristofer las observaba, su miembro ya erecto y listo para usarlas a ambas. 


Las posiciones y juegos variaban según el humor de la noche. Algunas veces Diana yacía bajo su madre, sus pechos grandes aplastándose contra los más pequeños pero igualmente perfectos de su progenitora, mientras su padre las penetraba alternadamente—una vez en la hija, una vez en la esposa, hasta que ninguna podía distinguir dónde terminaba el placer de una y comenzaba el de la otra. Otras noches, Cristofer prefería verlas a las dos juntas, enredadas como serpientes, besándose y tocándose hasta el orgasmo mientras él se masturbaba sobre sus cuerpos entrelazados. 


En el silencio postcoital, cuando los tres yacían exhaustos y pegajosos bajo las sábanas revueltas, Diana a menudo se preguntaba cómo había llegado aquí. Pero entonces su padre la atraía hacia su pecho, o su madre le acariciaba el pelo, y todas las dudas se disipaban. Esto era donde pertenecía—entre estos dos amantes que también eran sus padres, viviendo una doble vida que la consumía y la completaba por igual. 


Porque Diana Sandoval había aprendido una verdad fundamental: algunos paraísos no están hechos de luz, sino de sombras compartidas, y el suyo olía a sexo, a piel familiar, y a las migajas de pan que a veces quedaban en las sábanas de sus cenas fingidas. 


FIN. 

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