El camino al baño fue un viaje a través de un paisaje familiar que ahora parecía irremediablemente alterado. Cada paso resonaba en el pasillo silencioso, cada sombra parecía esconder un testigo invisible. Al cerrar la puerta del baño tras de sí, Diana se dejó caer contra la madera fría, como si sus piernas ya no pudieran sostenerla.
El agua caliente cayó sobre su piel como una purificación que sabía imposible. Se lavó mecánicamente, pero cada jabón que pasaba por sus pechos, por entre sus piernas, solo servía para recordarle las bocas y manos que habían estado allí tan recientemente. El espejo empañado reflejaba una figura borrosa que apenas reconocía como propia.
"¿Y ahora qué? ¿Cenar como si nada? ¿Mirar a papá a los ojos sabiendo lo que hizo? ¿Lo que hicimos?"
Se vistió con deliberada lentitud, eligiendo un atuendo que pretendía normalidad imposible: un top de algodón blanco sin mangas que ceñía sus pechos sin sostén (¿para qué usarlo ahora?), un short de mezclilla desgastado que dejaba sus largas piernas al descubierto, y nada más. Ni medias, ni ropa interior. El roce de la tela áspera contra su sexo aún sensible la hizo contener un gemido.
Al salir del baño, el aroma a comida comenzaba a llenar la casa. Diana se detuvo frente a la puerta de su habitación, respirando hondo tres veces antes de girar el picaporte.
"Es solo cenar. Es solo mi familia. Es solo..."
Pero las mentiras que intentaba decirse a sí misma se desmoronaban antes de formarse por completo. Porque nada volvería a ser "solo" nada. Ni la mesa donde comerían, ni las miradas que intercambiarían, ni las palabras que pronunciarían. Todo estaría teñido de lo que había ocurrido, de lo que su padre sabía, de lo que su madre había disfrutado.
Y cuando finalmente abrió la puerta para enfrentar lo que viniera, supo que el verdadero desafío no sería mirar a su padre a los ojos, sino evitar que él viera en los suyos el destello de excitación que aún ardía en su interior.
El comedor estaba bañado por la luz cálida de la lámpara colgante, proyectando sombras danzantes sobre los platos medio vacíos y las copas de vino que brillaban como rubíes líquidos. Diana se sentó en su lugar habitual, la espalda rígida contra el respaldo de la silla, los dedos tamborileando sobre la mesa con un ritmo nervioso que delataba su incomodidad. El aroma a lasaña recién horneada —el plato favorito de su padre— llenaba el aire, mezclándose con el olor a velas recién encendidas que su madre había colocado en el centro de la mesa como si se tratara de una cena especial.
—Hola, amor —la saludó su madre con una naturalidad escalofriante, sirviéndole una porción generosa de pasta mientras le sonreía como si las últimas horas no hubieran ocurrido, como si su hija no llevara marcados en la piel los moretones de sus dientes y uñas.
—Hola —murmuró Diana, evitando el contacto visual con ambos, concentrándose en el tenedor que brillaba bajo la luz como un arma diminuta.
La conversación fluyó entre sus padres con una facilidad que le resultó casi obscena. Hablaban de reuniones de trabajo, de la poda de los rosales en el jardín, de la factura del gas que había subido ese mes. Tonterías. Banalidades. Como si no hubieran compartido su nombre en la intimidad de su cama, como si no hubieran visto a su hija desnuda y gimiendo apenas unas horas antes. Diana clavó el tenedor en la pasta, enrollando los tallarines con más fuerza de la necesaria, sintiendo cómo la salsa roja manchaba el plato como sangre.
"¿Cómo pueden actuar como si nada? ¿Cómo pueden fingir que esto es normal?"
Pero lo más extraño de todo era su propio cuerpo traicionero. Mientras su mente se rebelaba contra la situación, su piel recordaba cada caricia, cada mordisco, cada susurro caliente contra su oreja. Y ahora, sentada a la mesa con ellos, sintió el rubor subirle por el cuello cuando notó que su padre la miraba de reojo, sus ojos oscuros recorriendo el escote de su top blanco con una intensidad que nunca antes le había dirigido.
—¿No tienes hambre, Diana? —preguntó su padre, inclinándose ligeramente hacia adelante, las mangas de su camisa azul arremangadas hasta los codos, revelando los antebrazos musculosos que Diana no podía dejar de asociar con las confesiones de su madre.
—Sí, sí tengo —respondió demasiado rápido, llevándose a la boca un bocado que supo a ceniza a pesar de la riqueza de la salsa. No había comido en casi veinticuatro horas, pero cada masticación requería un esfuerzo consciente, como si su cuerpo hubiera olvidado cómo realizar las funciones más básicas.
La cena continuó en ese tono surrealista. Diana comió en silencio mientras sus padres discutían si valía la pena comprar un nuevo cortacésped. Cuando finalmente terminó el último bocado, empujó su silla hacia atrás con un chirrido que sonó como un grito en la quietud de la casa.
—Creo que me voy a dormir —anunció, limpiándose los labios con la servilleta con movimientos automáticos, deseando más que nada escapar a la seguridad de su habitación, donde podría encerrarse y tratar de procesar el torbellino de emociones que la agitaban.
Pero su madre alzó una mano, deteniéndola en seco. La sonrisa que dibujó en sus labios pintados de rojo claro era peligrosa, juguetona, llena de promesas oscuras.
—¿Tan temprano? —preguntó con una voz melosa que Diana conocía demasiado bien—. ¿No quieres... aliviarte antes?
El aire se espesó alrededor de ellos. Diana sintió cómo el significado de esas palabras se hundía en su estómago como una piedra. No era una pregunta. Era una invitación. Una orden disfrazada de preocupación maternal. Sus ojos se encontraron con los de su madre, y en ese instante supo exactamente lo que se esperaba de ella.
"Esto está mal. Esto está tan mal. Entonces ¿por qué mis manos ya están tirando del borde de mi top?"
El silencio era absoluto cuando la prenda blanca cayó al suelo, seguida rápidamente por el short de mezclilla. No hubo protestas, ni gritos, ni siquiera un cambio en la respiración de sus padres, que la observaban con una calma espeluznante mientras ella se despojaba de las últimas barreras que la separaban de ellos. Cuando quedó completamente desnuda bajo la luz de la lámpara, Diana sintió el peso de sus miradas como una caricia física, recorriendo cada centímetro de su piel recién bañada.
El sofá de terciopelo azul estaba frío contra su espalda cuando se recostó, abriendo las piernas con una lentitud calculada que no disimulaba el temblor de sus muslos. El primer contacto de sus propios dedos con su sexo fue casi un shock eléctrico, tan sensible estaba todavía de antes. Pero cuando alzó la vista y vio cómo sus padres se inclinaban hacia adelante en sus sillas, abandonando por completo la farsa de la cena familiar, algo dentro de ella se encendió con una intensidad que la asustó.
"Quieren verme. Quieren esto. Quieren... a mí."
El primer gemido le escapó cuando introdujo un dedo, luego dos, recordando exactamente cómo su madre lo había hecho horas antes. Los ojos de su padre estaban fijos en el movimiento de su mano, en cómo sus dedos desaparecían dentro de sí misma, en cómo los labios de su sexo brillaban bajo la luz. Su madre, por su parte, observaba con una sonrisa satisfecha, como una artista admirando su obra maestra.
—Así, mi niña —murmuró, deslizando una mano por el brazo de su marido sin apartar los ojos de Diana—. Muéstranos lo que aprendiste hoy.
Y Diana, atrapada en una red de deseos que no entendía pero que ya no podía negar, obedeció.
El aire en la sala de estar se había vuelto denso, cargado con el aroma dulce y salado del deseo femenino mezclado con el perfume embriagador del poder que emanaba de la situación. Diana yacía sobre el sofá de terciopelo azul, su piel pálida brillando bajo la luz cálida de la lámpara como porcelana fina bañada en sudor. Sus dedos, ágiles y decididos, trabajaban en círculos precisos alrededor de su clítoris hinchado, mientras los otros dos dedos de su mano derecha se hundían dentro de sí misma con un ritmo que había perfeccionado a lo largo de los años en soledad, pero que ahora ejecutaba bajo la atenta mirada de sus progenitores.
Sus pechos, grandes y pesados, se mecían con cada movimiento de sus caderas, los pezones erectos como pequeñas bayas rosadas que parecían implorar atención. La luz jugueteaba con las gotas de sudor que se acumulaban en el valle entre ellos, creando destellos dorados cada vez que su respiración se agitaba. Diana mantenía los ojos semicerrados, pero a través de sus largas pestañas podía ver la escena con claridad cristalina: su madre sentada en el borde del sillón contiguo, las piernas cruzadas con elegancia, pero con los ojos oscuros de lujuria fijos en los dedos de su hija; su padre, más atrás, su imponente figura erguida junto a la mesa del comedor, las manos enguantadas en un silencio que resultaba más elocuente que cualquier palabra.
—Mmm... sí... —gemía Diana, arqueando la espalda cuando la presión comenzó a acumularse en su bajo vientre, una tormenta eléctrica de placer que amenazaba con estallar en cualquier momento.
Sus muslos temblaban como hojas al viento, la piel de gallina recorriendo cada centímetro de su cuerpo mientras la excitación y la vergüenza se entrelazaban en una danza perversa. Cada jadeo, cada gemido que escapaba de sus labios entreabiertos, era recibido por el silencio expectante de sus padres, un silencio que pesaba más que cualquier aplauso. Cuando finalmente el orgasmo la golpeó, fue como una ola gigante que la arrasó por completo: su cuerpo se tensó como un arco, los dedos se clavaron en sus propios muslos dejando marcas rojas que desaparecerían al amanecer, y un grito desgarrador escapó de su garganta, resonando en las paredes de la casa que ya no sería la misma después de esta noche.
Quedó jadeando sobre el sofá, las extremidades pesadas como plomo, la visión borrosa por las lágrimas de éxtasis que asomaban en las comisuras de sus ojos. El sabor a cobre en su boca le dijo que se había mordido el labio con más fuerza de la que pensaba. El mundo tardó varios segundos en volver a enfocarse, y cuando lo hizo, fue para ver a su madre inclinándose hacia adelante con una sonrisa que contenía mil secretos.
—Ahora es el turno de tu padre —anunció, como si estuviera hablando de quién lavaría los platos después de la cena.
Diana parpadeó, confundida, el placer post-orgásmico nublando sus pensamientos. Pero entonces vio a su padre moverse, y algo en la manera en que se acercó hizo que un nuevo escalofrío (¿de miedo? ¿de anticipación?) recorriera su columna vertebral. Cristofer Sandoval no era un hombre particularmente alto, pero en ese momento, con la luz proyectando su sombra sobre el cuerpo desnudo de su hija, parecía un gigante. Sus manos, grandes y callosas por años de trabajo, se cerraron alrededor de su cintura con una firmeza que no admitía discusión, dándole vuelta con facilidad hasta dejarla en posición de cuatro patas sobre el sofá, sus nalgas firmes y paraditas expuestas al aire de la habitación.
"Esto... esto es lo que quería todo este tiempo", pensó Diana, sintiendo cómo su corazón latía con tal fuerza que temía que se escapara por su garganta. Su cuerpo, todavía sensible del orgasmo reciente, respondió con un nuevo chorro de humedad que resbaló por sus muslos internos, traicionando cualquier posible resistencia que pudiera haber fingido.
El sonido del cierre de los pantalones de su padre al bajarse fue como un disparo en el silencio de la habitación. Diana no necesitó mirar para saber lo que venía después; podía sentirlo en el aire, en la manera en que la respiración de su padre se había vuelto más pesada, más animal. Cuando su voz surgió, grave y cargada de una emoción que nunca le había dirigido, Diana sintió que todo su ser se estremecía.
—Te voy a hacer mía —prometió, y en esas cinco palabras había una posesión que iba más allá de lo físico.
El primer contacto del miembro de su padre contra su piel fue como una marca de fuego. Diana contuvo el aliento cuando sintió la cabeza de su pene, gruesa y palpitante, rozar primero el lugar donde acababa de estar sus dedos, luego más abajo, buscando un lugar que nunca antes había sido explorado. Automáticamente, sin siquiera pensar en las implicaciones de sus palabras, sus labios se abrieron para dejar escapar un susurro que lo cambiaría todo:
—Soy virgen por el culo, papi...
El efecto fue instantáneo. Una mano se cerró en su cabello dorado, no con suficiente fuerza para lastimar, pero sí para dejar claro quién tenía el control ahora. El primer empujón fue lento, cuidadoso, una intrusión gradual que hizo que Diana gritara y se aferrara a los cojines del sofá como si fueran un salvavidas. El dolor era agudo, punzante, pero mezclado con una extraña satisfacción que provenía de saber que era su padre quien la estaba reclamando de esta manera tan primitiva, tan posesiva.
"Es él. Es realmente él. Después de todos estos años de fantasear, de imaginarlo mientras me tocaba en su cama... ahora está aquí."
Y a medida que su cuerpo comenzó a adaptarse, a ceder, el dolor dio paso a una sensación de plenitud que Diana nunca había experimentado. Cada empujón de su padre la llevaba más cerca del borde nuevamente, sus pechos balanceándose libremente, sus gemidos mezclándose con los gruñidos guturales de Cristofer y los suspiros aprobatorios de su madre, que observaba la escena con ojos brillantes de excitación.
En ese momento, en esa posición, con su padre poseyendo la parte más íntima de su cuerpo y su madre como testigo y cómplice, Diana supo que había cruzado un umbral del que no habría vuelta atrás. Y lo más aterrador (¿o lo más emocionante?) era que no quería volver.
El aire en la sala se había vuelto pesado, cargado con el olor a sexo y sudor, una mezcla primal que impregnaba cada rincón de la habitación. Diana sentía cada embestida de su padre como una marca de fuego, una invasión brutal que la llenaba de un modo que nunca había imaginado. Sus nalgas chocaban contra las caderas de Cristofer con un sonido húmedo y obsceno, cada golpe resonando en el silencio de la casa. Pero lo que más la encendía no era solo la penetración, sino la manera en que su padre la manejaba, la dominaba, como si fuera suya para hacer lo que quisiera.
—Eres más puta que tu madre —gruñó Cristofer, su voz ronca y cargada de desprecio que solo excitaba más a Diana.
Una mano grande se cerró alrededor de su cuello, no con suficiente fuerza para asfixiarla, pero sí para recordarle quién tenía el control. Diana jadeó, arqueando la espalda, sus pechos pesados balanceándose con cada movimiento brusco.
—Sí, papi… soy tu puta —gemió, las palabras saliendo entrecortadas, su voz temblorosa por la mezcla de dolor y placer.
Su padre respondió con una nalgada fuerte, el sonido de su palma golpeando su carne resonando como un disparo. Diana gritó, pero no de dolor, sino de excitación pura.
"Me encanta… Dios, me encanta cómo me trata… como si fuera suya, como si no valiera nada…"
Cristofer no era delicado. No había ternura en sus movimientos, solo pura lujuria animal. Tiró de su cabello dorado, obligándola a arquearse más, exponiéndola aún más a sus embestidas. Diana podía sentir cada pulgada de él dentro de sí, abriéndola, poseyéndola de una manera que ningún juguete ni sus propios dedos jamás podrían imitar.
—Te gusta esto, ¿verdad, zorra? —preguntó su padre, su voz un susurro áspero contra su oreja mientras su ritmo se volvía aún más brutal.
—¡Sí, papi! ¡Me encanta! —gritó Diana, sus uñas clavándose en los cojines del sofá, las lágrimas asomando en las comisuras de sus ojos no por tristeza, sino por la intensidad del placer.
Su madre observaba desde un rincón, los labios entreabiertos, una mano entre sus propios muslos, frotándose con movimientos lentos pero constantes. No intervenía, no hacía más que mirar, como si disfrutara tanto del espectáculo como ellos de la acción.
El ritmo de Cristofer se volvió caótico, sus gruñidos más guturales, sus manos más posesivas. Diana sabía que estaba cerca, y la idea de que su padre iba a terminar dentro de ella la llevó al borde otra vez.
—Vas a sentirme, Diana —rugió su padre—. Vas a recordar esto cada vez que te sientes.
Y entonces, con un último empujón profundo, Cristofer se hundió hasta el fondo, su cuerpo convulsionando mientras se vaciaba dentro de su hija. Diana gritó, su propio orgasmo estallando al mismo tiempo, una ola de placer tan intensa que la dejó temblando, las piernas sin fuerza, el cuerpo cubierto de un sudor pegajoso.
Su padre se retiró lentamente, dejándola allí, deshecha, marcada, poseída. Diana apenas podía mover, jadeando contra el sofá, su cuerpo aún palpitando con los ecos del placer.
Su madre se acercó entonces, inclinándose para dejar un beso suave en su frente, como si acabara de arroparla para dormir.
—Hasta mañana, mi amor —dijo, su voz dulce, contrastando grotescamente con lo que acababa de ocurrir.
Y luego, sin más, sus padres se retiraron, dejándola allí, desnuda, usada, abandonada en el sofá del comedor como un juguete roto.
Cuando los pasos desaparecieron escaleras arriba, Diana sonrió entre dientes, sus labios hinchados formando palabras que solo ella podía escuchar:
—Me encantó ser tu puta, papi…
Continuara...

Comentarios
Publicar un comentario