El vestíbulo era frío y silencioso, un mundo de mármol pulido y acero cepillado que reflejaba la tenue luz de la mañana otoñal que se filtraba por los altos ventanales. Rocío ajustó inconscientemente la caída de su suéter negro, sintiendo la suave lana cashmero acariciar su torso delgado. Cada detalle de su atuendo había sido meticulosamente calculado para transmitir una mezcla de elegancia impecable y una firmeza profesional inquebrantable. El suéter, de manga larga y ceñido a la perfección, se acoplaba a la curva de sus pechos pequeños pero bien formados y a la concavidad de su estómago, terminando justo donde comenzaba el dobladillo de su falda corta de tweed gris. Las medias semitransparentes, de una sedosa opacidad que solo sugería el tono marfil de su piel debajo, crujían levemente con cada pequeño movimiento de sus piernas cruzadas, piernas que parecían interminables gracias a los tacones de charol negro, afilados y letales, que calzaba. Se sentía como una armadura, una segunda piel de poder y determinación. Su largo cabello rubio claro, del color de la paja madura, estaba recogido en un moño bajo que parecía a la vez casual y perfecto, liberando unos cuantos mechones rebeldes que enmarcaban un rostro de facciones delicadas y precisas. Su piel, pálida y lisa como porcelana, servía de lienzo a sus labios pintados de un rojo intenso y vibrante, un toque de audacia en medio de tanta contención. Tras sus gafas de carey de fina montura dorada, sus ojos verdes, del color de los bosques profundos, escudriñaban la sala con una inteligencia aguda y calmada, absorbiendo cada detalle. El aire olía a limón pulido y a café caro, un aroma que se mezclaba con su propio perfume, una nota discreta de jazmín y vainilla. "Respira", se dijo a sí misma, "este es el momento. Todo lo que has trabajado conduce a esto. No hay margen para el error".
Un suave click-clack de tacones que no eran los suyos interrumpió sus pensamientos. Una mujer de rostro amable, con un cuerpo generoso y maternal enfundado en un vestido holgado, se acercó sonriéndole levemente.
—Señorita Rocío? El señor Daniel la recibirá ahora —dijo con una voz sorprendentemente dulce.
Rocío asintió, se levantó con una fluidez que era pura práctica y siguió a la secretaria por un pasillo alfombrado que ahogaba sus pasos. La sensación de poder que le daban los tacones se transformó en una marcha silenciosa y sigilosa. La mujer abrió una pesada puerta de roble macizo y la hizo pasar con un gesto. —Adelante.
El contraste con el vestíbulo moderno fue inmediato. La oficina era un santuario de madera oscura y cuero añejo. Estanterías repletas de libros que parecían leídos, no solo decorativos, llegaban hasta el techo. El olor era distinto aquí: a tabaco de pipa envejecido, a cuero de calidad y a un whisky caro. Y en el centro de todo, detrás de un escritorio monumental que parecía una fortaleza, estaba él. Daniel. No lo había imaginado así. A sus 53 años, el tiempo no había sido un enemigo, sino un artesano. Su cabello, espeso y bien cortado, estaba salpicado de canas distinguidas, sobre todo en las sienes, que contrastaban con un rostro bronceado y marcado por arrugas de expresión alrededor de unos ojos claros y penetrantes. Vestía un traje de tres piezas de un azul marino oscuro, impecable, la chaqueta colgada elegantemente en el respaldo de su butaca. No llevaba corbata, y el cuello blanco impecable de su camisa estaba desabrochado, revelando un vello grisáceo. Era la elegancia que solo da la confianza absoluta. Antes de que Rocío pudiera articular el saludo que tenía preparado, su voz, grave y serena, como el rumor de una piedra deslizándose en el fondo de un lago, resonó en la habitación.
—¿Por qué quiere trabajar conmigo?
La pregunta, directa y desprovista de todo preámbulo, la tomó por sorpresa. Se había preparado para los típicos "cuénteme de usted", no para este misil lanzado a quemarropa. Tragó saliva, sintiendo la sequedad repentina de su boca. "No titubees. Responde con seguridad".
—Quiero trabajar para usted porque es uno de los mejores empresarios de Argentina —dijo, y su voz sonó más firme de lo que ella sentía en su interior —. Admiro su visión y su ética de trabajo. Creo que podría aprender muchísimo y contribuir de manera significativa a su equipo.
Daniel no asintió. No sonrió. Sus ojos, esos ojos que parecían verlo todo, no se despegaron de ella, pero no miraban su rostro. Hicieron un recorrido lento, deliberado, desde la punta de sus tacones, ascendiendo por la línea de sus pantorrillas enfundadas en la seda de las medias, pausando en el muslo donde la falda se detenía, recorriendo la curva de sus caderas, la cintura delgada ceñida por el suéter, la suave prominencia de sus pechos, hasta detenerse finalmente en sus labios rojos. Fue una inspección tan íntima que Rocío sintió que la ropa se evaporaba bajo esa mirada. Un calor incómodo y extrañamente excitante le subió por el cuello.
—A mí me gustan las secretarias eficientes —dijo él, y su tono era neutro, como si estuviera comentando el clima —. Y obedientes.
Rocío, sintiendo la necesidad de recuperar el control de la situación, se aferró a la primera parte de la frase. —Oh, yo soy muy eficiente, señor. Mi expediente académico y mis referencias lo demuestran. Soy organizada, proactiva…
—¿Y obediente? —la interrumpió, su voz cortando el aire como un cuchillo.
La palabra quedó flotando entre ellos, pesada, cargada de un significado que iba más allá de lo laboral. Rocío se quedó paralizada. "Obediente". ¿Qué quería decir exactamente? ¿Seguir órdenes al pie de la letra? ¿No cuestionar? Su mente corrió, buscando una respuesta profesional, pero todas le sonaban huecas, insuficientes para la intensidad de esa pregunta. El silencio se extendió, y supo que su vacilación era en sí misma una respuesta. Algo en la atmósfera de la habitación había cambiado. Ya no era una entrevista. Era otra cosa. Y ella, a pesar de un leve temor que le erizaba la piel, quería ese trabajo. Lo quería con una ferocidad que la sorprendió.
—Sí —logró decir, y su voz fue apenas un susurro ronco —. Soy obediente.
Una sonrisa lenta, casi imperceptible, se dibujó en los labios de Daniel. No era una sonrisa cálida. Era siniestra, llena de un conocimiento íntimo y un poder absoluto. —Demuéstramelo.
El corazón le dio un vuelco tan violento que creyó que lo oirían. "¿Demostrarlo? ¿Cómo? ¿Trapeando el piso? ¿Organizando sus archivos?". La confusión debió de pintarse en su rostro, porque él agregó, con una calma exasperante:
—¿Cómo lo demuestro, señor? —preguntó, y odió el tembleque casi infantil de su voz.
Daniel se reclinó en su silla de cuero, que crujió suavemente. Se llevó una mano a la barbilla, rascándose pensativamente la piel bien afeitada. Su mirada era impenetrable.
—Sácate la tanga.
El mundo se detuvo. El aire se espesó hasta resultar irrespirable. Rocío parpadeó, segura de haber oído mal. "No. No puede ser. No lo dijo. Lo imaginé". Pero la expresión de él no había cambiado. Esperaba. Sereno. Dueño de todo, incluido ese momento de surrealismo absoluto. Una oleada de indignación le quemó el pecho. "¿Quién se cree que es? Esto es acoso. Es ilegal. Debería dar media vuelta y salir de aquí". Pero sus pies, enfundados en esos tacones que minutos antes le daban poder, parecían clavados en la alfombra persa. Miró a su alrededor, la oficina lujosa, los símbolos de un éxito monumental. "Este trabajo… es la oportunidad de tu vida. Sueldo altísimo, prestigio, conexiones…". La batalla entre el orgullo y la ambición fue feroz, pero breve. La ambición, alimentada por años de estudio y lucha, ganó por knockout.
Sin decir una palabra, con un nudo de humillación y una excitación prohibida y confusa apretándole la garganta, asintió lentamente. Sus manos, que le temblaban ligeramente, se alzaron. Primero, se quitó las gafas con movimientos torpes y las dejó sobre el borde del escritorio pulido, como si ese pequeño acto de despojo le permitiera esconderse un poco de la realidad. Luego, sus dedos, con las uñas impecables pintadas del mismo rojo de sus labios, encontraron el dobladillo de su falda gris. Con una lentitud agonizante, como moviéndose bajo el agua, fue recogiéndola, centímetro a centímetro, revelando primero sus muslos pálidos, luego la liga negra y elástica que sujetaba la fina seda de sus medias. La falda quedó apilada alrededor de su cintura, exponiendo la prenda íntima que llevaba debajo: una tanga mínima de encaje negro, un triángulo precario que apenas cubría su pubis y delgadas tiras que se perdían entre las nalgas y se anudaban en sus caderas.
Daniel no movió un músculo. Solo observaba. Su respiración era calmada, sus ojos grababan cada segundo, cada minúsculo temblor de sus dedos. El silencio era tan profundo que Rocío podía oír el susurro de la tela sobre su piel. Con las yemas de los dedos, buscó el nudo delicado en su cadera izquierda. Sus manos no le respondían del todo, sentía los dedos entumecidos, ajenos. Tras un intento fallido, logró desatar el lazo. Un extremo de la tira colgó, liberado. Hizo lo mismo del lado derecho, desanudando con torpeza la lazada. Ahora, la única prenda que la cubría en su parte inferior estaba sujeta solo por la delgada tira que se hundía en el surco de sus nalgas. Respiró hondo, sintiendo el aire frío de la oficina sobre la piel ahora expuesta de su vientre bajo. "Dios mío, estoy haciendo esto. En serio lo estoy haciendo".
Con una mezcla de vergüenza extrema y una sumisión que la electrizaba, se inclinó ligeramente hacia un lado, arqueando la espalda. Introdujo los dedos en la cintura elástica de la tanga, en el costado, y comenzó a deslizarla hacia abajo, sobre la seda de las medias. El contraste de la textura áspera del encaje contra la suavidad de las medias era surreal. La prenda cedió, descendiendo por la curva de su nalga, liberando la piel. Tuvo que agacharse un poco más, balanceándose sobre los tacones altos para permitir que la tira de tela se deslizara por sus muslos, por sus rodillas, hasta que finalmente, pudo agarrarla con la otra mano y extraerla por completo de sus piernas. Se enderezó, sintiéndose increíblemente expuesta, vulnerable y al mismo tiempo, extrañamente poderosa por haber tenido el valor de hacerlo. La tanga negra, un pequeño jirón de encaje y seda, colgaba ahora de su dedo índice, como una bandera de rendición. Su piel, allí donde antes había estado la prenda, sentía el aire de la habitación, fresco y cargado de la mirada de él.
Daniel alargó la mano, la palma hacia arriba, expectante. —Dámela —ordenó, su voz aún más grave.
Ella obedeció, depositando la prenda íntima en su mano. Él la tomó, la examinó brevemente, como si evaluara su calidad, y sin apartar los ojos de ella, la deslizó en el bolsillo interno de su chaqueta de traje. El gesto, de una intimidad obscena, hizo que a Rocío le ardieran las mejillas.
—Felicitaciones —dijo él, y por primera vez, una genuina satisfacción calentó su tono —. Conseguiste el trabajo. Eres mi nueva secretaria personal. —Hizo una pausa, dejando que las palabras se asentaran. —Y desde este preciso momento, y por el tiempo que dure tu empleo conmigo, tienes absolutamente prohibido usar ropa interior. Bajo ninguna circunstancia. ¿Está claro?
Rocío sintió que las piernas le flaqueaban. Una avalancha de emociones contradictorias la embargó. Alivio. Había conseguido el trabajo. Un éxito monumental, el trampolín que tanto anhelaba. Pero junto al alivio, una vergüenza profunda y ardiente. Acababa de ser humillada, sometida a un capricho perverso para obtenerlo. Y, enterrado en lo más hondo, un cosquilleo eléctrico, un pulso de excitación que nacía de la misma sumisión y de la transgresión de lo ocurrido. Se sentía completamente desnuda bajo su falda, hyperconsciente de cada movimiento, de cada corriente de aire que se colaba entre sus piernas. La fina seda de las medias rozaba directamente su piel, una sensación nueva y vulnerante. "Dios, ¿y si alguien se da cuenta? ¿Y si camino y se nota? ¿Y si me tengo que agachar?". Pero sobre todas esas dudas y esa humillación, flotaba la euforia del triunfo. Lo había logrado. Le pertenecía a él ahora, de una manera que nunca había imaginado, pero lo había logrado.
—Sí, señor —murmuró, bajando la mirada hacia la alfombra, incapaz de sostener la intensidad de la suya —. Está claro.
—Bien —asintió Daniel, y giró su silla hacia la ventana, despidiéndola sin mirarla —. La secretaria de afuera te dará los papeles para firmar y te indicará tu escritorio. Las formalidades primero. Mañana a las ocho en punto, aquí. No llegues tarde.
Era una orden final. El hechizo se rompió. Rocío, con movimientos automáticos, bajó su falda, alisando el tweed arrugado sobre sus muslos, recuperando una pizca de su compostura externa mientras su mundo interno seguía dando vueltas. Tomó sus gafas del escritorio, sus dedos encontrando un mínimo residuo de calor donde él había estado sentado. Asintió en silencio, aunque él ya no la miraba, y giró sobre sus tacones. Al caminar hacia la puerta, cada paso era una revelación. El roce de la falda contra su piel desnuda, la sensación de libertad y de exposición, el suave crujido de las medias… Era una constante y palpitante recordatorio de su nueva condición, de su extraño pacto con el diablo. Al salir y cerrar la puerta tras de sí, se apoyó contra la fría madera por un segundo, jadeando levemente. La secretaria gordita la miró con una sonrisa de complicidad que no entendía nada.
—Todo bien, querida? Se ve un poco pálida. ¿El jefe te puso nerviosa? —preguntó con genuina bondad.
Rocío forzó una sonrisa que le quemó los labios. —Algo así. Fue… intensa.
—Ah, él es así. Exigente. Pero es un buen jefe. ¡Y felicitaciones por el puesto!
"Exigente". La palabra le sonó ridículamente inocente. Asintió de nuevo, sintiendo el peso de la tanga de encaje en el bolsillo de Daniel como si fuera un hierro al rojo vivo marcándola a fuego. Tenía el trabajo. Y tenía una prohibición que prometía convertir cada minuto de su nueva vida en un recordatorio eléctrico, vergonzante y secretamente excitante de a quién le pertenecía su obediencia ahora.
Continuara...

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