El suave zumbido de la ciudad filtrándose por los barrotes de su balcón fue el primer sonido que registró Rocío al despertar. No era el sonido lo que la anclaba a la realidad, sino las dos sensaciones físicas que se habían vuelto tan familiares como su propia piel. La primera, un peso fresco y constante alrededor de su cuello: el collar de acero quirúrgico, fino pero inquebrantable, con una pequeña placa donde unas letras discretas grababan su nueva identidad: Propiedad de Daniel. No era un adorno, era una marca, un recordatorio perpetuo de que su vida, en sus aspectos más fundamentales, ya no le pertenecía. La segunda sensación era más interna, más profunda, un leve y constante recordatorio de su sumisión que llevaba alojado en el lugar más íntimo y prohibido: el plug anal de cristal tallado que Daniel le había regalado durante lo que ella llamaba en su mente "la segunda lección". Ese día, él, sentado tras su escritorio, imperturbable, le había ordenado que se masturbara frente a él. Y ella, con las mejillas ardientes y un fuego reptante en las entrañas, lo había hecho, aprendiendo que la humillación podía ser un camino retorcido hacia un placer desconocido. El plug era la materialización de esa lección, una presencia constante que la entrenaba, la preparaba y le recordaba que hasta su propio cuerpo era un instrumento para el placer de su dueño.
Se levantó, y el movimiento hizo que el plug se ajustara levemente, una sensación que ya no era extraña sino casi confortable en su perversidad. Mientras se preparaba para el trabajo, eligiendo un vestido ajustado y negro, sin ropa interior, por supuesto —una regla absoluta e innegociable—, sus pensamientos navegaban por el mar turbulento del último mes. "¿Siempre fui así?", se preguntaba a veces, mirando su reflejo en el espejo, la chica de rostro fino y ojos verdes ahora enmarcados por un collar de esclava. "¿Siempre hubo esta sed de obedecer, de ser dirigida, de entregar el control a alguien más fuerte?" No lo sabía. Su vida anterior, la de la universidad y las entrevistas de trabajo convencionales, le parecía un sueño lejano y ajeno. Lo que sí sabía, con una certeza que le quemaba las entrañas, era que su existencia ahora estaba escrita por una mano firme e implacable. Daniel era su dios, su arquitecto, el narrador de cada capítulo de su nueva realidad. Y ella, la página en blanco sobre la que él escribía con tinta de deseo, sumisión y poder.
Al caminar hacia la oficina, con sus tacones marcando un ritmo seguro sobre la vereda, su mirada, ahora educada, buscaba y encontraba otros collares. No todos eran como el suyo; algunos eran más discretos, una cadena de plata, un cordón de cuero, pero siempre con un dije, un cerrojo, algo que indicaba pertenencia. Eran otras secretarias, asistentes, incluso una gerenta de finanzas. Mujeres que, como ella, habían sido reclamadas y marcadas por los hombres poderosos que movían los hilos de la empresa. Nadie lo decía en voz alta, por supuesto. En los pasillos se hablaba de cifras, de estrategias, de mercados emergentes. Pero bajo la superficie, una corriente subterránea de reconocimiento mutuo fluía entre ellas. Una mirada de entendimiento, un leve asentimiento. Ella no era la única. Era parte de un ecosistema secreto y paralelo donde la jerarquía no se medía en títulos, sino en la voluntad de someterse.
Daniel llegó a las ocho en punto, como un reloj suizo de precisión y elegancia. Su traje era de un gris perla impecable, y emanaba una autoridad que parecía alterar la gravedad a su alrededor. Rocío, ya instalada en su escritorio anexo a la oficina principal, se levantó inmediatamente, sosteniendo la taza de café negro que sabía que él prefería a esa hora.
—Buen día, señor —murmuró, con la cabeza ligeramente inclinada, un gesto que se había vuelto instintivo.
Él ni siquiera miró la taza. Sus ojos, fríos y evaluadores, se posaron en ella como si estuviera revisando un activo.
—Vamos a la sala de juntas. Tengo una reunión temprano —dijo, y su tono no admitía discusión, ni preguntas, ni demoras.
Rocío asintió en silencio, dejando la taza humeante sobre su mesa, y lo siguió con la docilidad de una sombra bien entrenada. La sala de juntas era la más grande, un cubo de lujo con una mesa de caoba pulida tan larga que parecía un espejo de agua oscura. Ya había varios hombres esperando, una colección de trajes caros y caras duras de diferentes rincones del mundo. El aire olía a colonia amaderada y a la tensión silenciosa que precede a las grandes negociaciones. Daniel tomó asiento a la cabecera, y Rocío se ubicó de pie, ligeramente detrás de su silla, lista para tomar notas o para lo que fuera necesario, su tablet sostenida con firmeza frente a su pecho, un escudo ilusorio.
La reunión comenzó. Fue un torrente de cifras, proyecciones, términos en inglés y español que se entremezclaban. Hablaban de fusiones, de adquisiciones, de porcentajes que representaban millones. Daniel era un titán, desarmando argumentos con una lógica feroz, cediendo terreno en puntos menores para ganar posiciones cruciales. Rocío escuchaba, anotando ocasionalmente, pero su atención estaba dividida. Sentía las miradas de los otros hombres deslizándose sobre ella, no con la curiosidad profesional de quien ve a una secretaria, sino con la evaluación lenta y posesiva de quien mira un objeto de deseo. Era la misma mirada que Daniel había tenido el primer día, pero multiplicada, intensificada. "No soy invisible", pensó, y un escalofrío le recorrió la espalda. "Soy parte del mobiliario, pero un mueble que todos quieren probar".
Después de casi una hora de intenso debate, un silencio incómodo se instaló en la sala. Un hombre de rostro severo y atuendo impecable, con el aura de autoridad ancestral de un jeque árabe, apoyó sus manos sobre la mesa. Sus ojos, oscuros como el ónice, se clavaron en Daniel, sin siquiera una mirada de cortesía hacia Rocío.
—Daniel, tus números son sólidos, tu empresa es un diamante —dijo con un acento marcado y una cadencia pausada —. Pero el mercado es volátil. Necesito una garantía de tu… compromiso absoluto. Una señal de que esta alianza va más allá del papel.
Daniel inclinó la cabeza ligeramente, mostrando que escuchaba. —Mis acciones hablan por mi compromiso, Al-Fayed.
El árabe esbozó una sonrisa fría. —Las acciones pueden cambiar. Yo hablo de lealtad. De entendimiento mutuo. —Hizo una pausa dramática, y su mirada, por primera vez, se desvió y se posó directamente en Rocío, recorriéndola de arriba a abajo con una lentitud obscena. —Si me vendes a tu secretaria, cerramos el trato. Ahora mismo.
El corazón de Rocío se detuvo. "Venderme". La palabra resonó en su cráneo como un golpe de gong. Sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Miró a Daniel, buscando en su rostro un atisbo de negación, de indignación, de protección. Pero la cara de Daniel era una máscara de serenidad absoluta. Ni siquiera parpadeó.
—Ella no es una mercancía para vender —respondió Daniel, y por un segundo, un halo de esperanza iluminó el pecho de Rocío. Pero entonces él continuó, su voz tan firme y clara como antes —. Es mi posesión. Y no se vende lo que se valora. Pero —agregó, y su tono se tiñó de una peligrosa condescendencia —, se la puedo prestar. Como gesto de buena voluntad entre socios.
Un hombre francés, de cabello canoso y aire decadente, soltó una risa baja y cómplice. —Magnifique. Un gesto de verdadera confianza. Trato hecho, Daniel.
Rocío no tuvo tiempo de procesar lo que oía. La iniciativa no partió de Daniel, ni del árabe. Fue el colombiano, un hombre alto y de complexión poderosa, con una energía feroz y contenida, quien se levantó de un salto. Sus movimientos eran rápidos, decididos. Sin mediar palabra, agarró a Rocío del brazo con una fuerza que la hizo gritar de sorpresa. Su tablet cayó al suelo con un golpe sordo.
—Vamos, mi amor, que el tiempo es dinero —gruñó el colombiano, y con un movimiento brusco, la giró y la inclinó sobre la fría superficie de caoba de la mesa de juntas. Los papeles, las tazas de café, las laptops, todo fue empujado a un lado con un barrido de su brazo libre.
Rocío forcejeó por un instante, un puro y animal instinto de preservación, pero sus brazos eran débiles contra la fuerza de él. "No, por favor…", sollozó, pero su voz fue ahogada por el ruido de su vestido negro siendo rasgado desde la espalda hasta el dobladillo. El aire frío de la sala golpeó su piel desnuda. El colombiano no perdió tiempo en preliminares. Forzó sus piernas a abrirse, y con un gruñido de esfuerzo, la penetró con una violencia brutal y seca. Rocío gritó, un sonido agudo de dolor y shock que se estrelló contra las paredes acolchadas de la sala. Su cuerpo era un arco de tensión sobre la mesa. Él la tomó de las caderas, clavando sus dedos en su carne, y comenzó a moverse con una cadencia rápida y salvaje, como un animal marcando su territorio. Cada embestida era un golpe seco que resonaba en el silencio sepulcral de la sala. No había deseo en él, solo poder y dominación. Cuando terminó, con un gruñido ronco, se separó de ella bruscamente, dejándola jadeando y temblando, una sensación de vacío y dolor ardiente en su interior.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, el francés se acercó. Su aproximación fue diferente. Más lenta, más teatral. La ayudó a girarse, para que quedara boca arriba sobre la mesa, su espalda desnuda contra la madera fría. Sus ojos recorrieron su cuerpo desnudo y vulnerable con la mirada de un gourmet examinando un plato exótico.
—Quelle beauté —murmuró, y su toque fue más suave, casi despectivo. No la penetró de inmediato. Jugueteó con sus pechos, pellizcando los pezones con crueldad hasta que ella gimió de dolor. Cuando finalmente la penetró, lo hizo con una lentitud exasperante, cada centímetro una tortura de expectativa. Sus movimientos eran circulares, profundos, buscando ángulos que la hicieran gemir a pesar de su voluntad. Era una posesión intelectual, fría, diseñada para extraer una reacción, para demostrar su habilidad. Rocío, atrapada entre el dolor residual del colombiano y la intrusión calculada del francés, sintió que su mente comenzaba a desconectarse. Ya no forcejeaba. Sus manos yacían abiertas a los costados, sus uñas rojas arañando la madera pulida.
Luego vino el ruso. Era un hombre ancho, con una fuerza que parecía de otro tiempo. No dijo una palabra. Simplemente la agarró por la cintura y la puso de pie, doblando su cuerpo sobre la mesa para que sus nalgas quedaran expuestas al aire. Allí, el plug de cristal brillaba, un testigo mudo y obsceno. El ruso lo ignoró. Su penetración fue como un martillazo, un solo movimiento profundo y posesivo que arrancó un grito ahogado de los pulmones de Rocío. La sostuvo allí, inmóvil, durante lo que pareció una eternidad, como si simplemente estuviera afirmando su presencia dentro de ella. Luego, con unos pocos movimientos cortos y potentes, acabó, y la soltó como si fuera un saco vacío. Rocío se derrumbó sobre la mesa, sin fuerzas ni siquiera para sostenerse.
Finalmente, fue el turno del árabe, Al-Fayed. Se acercó con una solemnidad aterradora. Su rostro era inexpresivo. Ordenó a Rocío, con un gesto, que se arrodillara en el suelo, frente a él. Ella obedeció, sus miembros respondiendo mecánicamente. Él desabrochó su propio pantalón con parsimonia. Lo que siguió no fue una penetración de fuerza, sino de autoridad absoluta. La usó de pie, agarrándola del collar para guiar el ritmo de sus movimientos de cabeza. Fue frío, distante, como un ritual. No buscaba su placer, ni siquiera su sumisión activa. Solo la utilizaba como un símbolo, la prueba final de que el poder de Daniel era tan absoluto que podía prestar su posesión más íntima como si fuera un bolígrafo de lujo. Cuando terminó, se limpió con un pañuelo blanco inmaculado y se volvió a abrochar sin mirarla.
Uno a uno, los hombres comenzaron a irse, murmurando entre ellos sobre transferencias y contratos. La sala se vació, dejando solo el desorden y el olor a sexo y poder. Rocío permaneció desnuda, temblorosa, usada y vacía, tendida sobre la mesa de juntas, su cuerpo marcado por las manos de cuatro extraños. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero eran lágrimas de algo más que dolor o humillación. Eran lágrimas de una revelación que se abría paso a través del shock.
Entonces, Daniel se acercó. Sus pasos eran silenciosos sobre la alfombra gruesa. Se detuvo a su lado, mirando su cuerpo devastado con la misma expresión con la que habría mirado una escultura. Se inclinó, y su aliento, caliente, le rozó la oreja. Su voz era un susurro grave, íntimo y definitivo.
—Naciste para ser una esclava sexual.
Y en ese instante preciso, como si una llave hubiera girado en una cerradura oculta en lo más profundo de su alma, Rocío lo entendió. Lo entendió todo. El camino desde la entrevista, la masturbación forzada, el plug anal, la exhibición frente a los socios, el sexo en la oficina, y ahora esto… no había sido una sucesión de humillaciones a las que se había sometido por obligación, por miedo a perder el trabajo, por ambición. No. Había sido un viaje de descubrimiento. Cada acto de obediencia, cada entrega de su voluntad, cada vez que había dicho "sí, señor" y había bajado la mirada, no había sido por él, sino por ella. Por la chispa de fuego puro y eléctrico que encendía en sus entrañas. Por la paz profunda que encontraba en la anulación de su yo. La sumisión no era su prisión; era su liberación. La esclavitud no era su condena; era su vocación.
Daniel tenía razón. No la había moldeado él. Solo había quitado las capas de condicionamiento social para revelar la verdadera esencia que siempre había estado allí, latiendo bajo la superficie de la chica eficiente y ambiciosa. Ella no obedecía a Daniel porque debía. Lo hacía porque, en el fondo más recóndito de su ser, donde ya no existían las mentiras, disfrutaba con una intensidad abismal el acto de obedecer. Era libre, por primera vez en su vida, en la aceptación total de su propia esclavitud.
FIN.

Comentarios
Publicar un comentario