El Juego de los Ram铆rez - Parte 2

 


La maleta era liviana -demasiado liviana- cuando Astrid la subi贸 al auto que la llevar铆a a las afueras de la ciudad. Solo dos faldas, un vestido, dos blusas finas. Nada m谩s. Nada que pudiera ocultar lo que el extorsionador quer铆a que mostrara. 

—¿Por qu茅 mis padres?— musit贸 para s铆 misma, ajustando la blusa negra que se pegaba a su piel como una segunda piel, el fr铆o de la ma帽ana haciendo que sus pezones se endurecieran visiblemente bajo la tela. 

No hab铆a corpi帽o, por supuesto. Otra regla. Otra humillaci贸n. 

El tel茅fono vibr贸 en su bolsillo. 

—Recuerda: dedo en la ruta. Nada de micros. 

Astrid apret贸 los dientes, pero asinti贸 como si quien estuviera del otro lado pudiera verla. 

—Est谩 bien— susurr贸, aunque nadie la escuchaba. 

La ruta estaba desierta a esta hora, el sol apenas comenzando a calentar el asfalto. Astrid extendi贸 el brazo, el pulgar hacia arriba, la falda corta movi茅ndose con la brisa, revelando m谩s de lo que escond铆a. 

No tuvo que esperar mucho. 

Un cami贸n grande, rojo y ruidoso, se detuvo a unos metros de ella. La ventanilla del conductor se abri贸, y un hombre de unos cuarenta a帽os, con una gorra de b茅isbol y una sonrisa que no llegaba a los ojos, la mir贸 de arriba abajo. 

—¿Ad贸nde vas, princesa?— pregunt贸, la voz 谩spera por el cigarrillo que colgaba de sus labios. 

Astrid trag贸 saliva, sintiendo el peso de esa mirada en su cuerpo. 

—A San Lorenzo. A tres horas de aqu铆— respondi贸, tratando de que su voz no sonara tan fr谩gil como se sent铆a. 

El camionero sonri贸, esta vez con m谩s inter茅s. 

—Justo paso por ah铆. Sube. 

Ella dud贸 por un segundo, pero el tel茅fono en su bolsillo parec铆a arder, record谩ndole las consecuencias de desobedecer. Con un movimiento r谩pido, abri贸 la puerta y se subi贸 al cami贸n. 

El interior ol铆a a tabaco y caf茅 rancio. El asiento era m谩s grande de lo que esperaba, pero no lo suficiente como para evitar que su pierna rozara la del conductor cuando se acomod贸. 

—¿Sola?— pregunt贸 茅l, arrancando el cami贸n con un rugido del motor. 

—S铆— minti贸 Astrid, mirando por la ventana. 

El camionero no insisti贸, pero sus ojos volv铆an una y otra vez a sus piernas, a la forma en que la falda se hab铆a subido a煤n m谩s al sentarse, mostrando el borde de sus bragas -negras, sencillas, otra elecci贸n del extorsionador-. 

—Hace calor, ¿no?— coment贸 el hombre despu茅s de un rato, ajustando el aire acondicionado con una mano mientras la otra descansaba cerca del cambio de velocidades, los dedos tamborileando sobre la palanca. 

Astrid asinti贸, aunque no sent铆a calor. Solo el peso de la situaci贸n, la excitaci贸n retorcida que la recorr铆a cada vez que sent铆a esos ojos en ella. 

—S铆. Un poco— murmur贸, jugueteando con el borde de su falda sin decidirse a bajarla. 

El camionero sonri贸, como si supiera exactamente lo que pasaba por su cabeza. 

—Rel谩jate, princesa. Es un viaje largo… hay tiempo para todo. 

Y con esas palabras, Astrid supo que el verdadero juego apenas comenzaba. 

El cami贸n rug铆a por la ruta, el paisaje desdibuj谩ndose tras las ventanas sucias, cuando el tel茅fono de Astrid vibr贸 con un mensaje que le hel贸 la sangre: 

"Ch煤paselo al camionero." 

Ella maldijo entre dientes, los dedos apretando el dispositivo hasta blanquearlos. 

—¿C贸mo mierda sabe que estoy en un cami贸n?— susurr贸, los ojos escaneando la cabina como si esperara encontrar una c谩mara oculta. 

El conductor, un hombre corpulento de unos cuarenta y cinco a帽os con una camisa a cuadros manchada de grasa y un olor a tabaco rancio que le envolv铆a como una segunda piel, lanz贸 una mirada curiosa. 

—¿Todo bien, princesa?— pregunt贸, mostrando unos dientes amarillentos. 

Astrid trag贸 saliva, notando la foto pegada en el tablero: un hombre m谩s joven, con el mismo rostro pero mejor afeitado, abrazando a tres ni帽os peque帽os. Una familia. Un padre. 

—S铆… solo…— el tel茅fono vibr贸 de nuevo. "Ahora." 

Ella cerr贸 los ojos un instante, luego se volvi贸 hacia el camionero con una sonrisa forzada. 

—Te pagar茅 el viaje— anunci贸, mientras sus dedos comenzaban a desabrochar su propio cintur贸n con movimientos nerviosos. 

El hombre gru帽贸, una mezcla de sorpresa y satisfacci贸n en sus ojos oscuros. 

—Desde que te vi supe que eras una putita— murmur贸, una mano abandonando el volante para posarse en su muslo, los dedos hundi茅ndose en la carne suave bajo la falda. 

Astrid no respondi贸. En lugar de eso, se desliz贸 hacia el centro del asiento, las rodillas hundi茅ndose en la superficie rasposa de la alfombra de la cabina, mientras sus manos buscaban el cintur贸n del camionero. El olor a sudor y diesel se intensific贸 cuando se inclin贸, sus labios rozando la protuberancia que ya crec铆a bajo el grueso tejido del pantal贸n de trabajo. 

—As铆 me gusta— el hombre resopl贸, levantando ligeramente las caderas para permitirle bajar el cierre. 

El aroma masculino, crudo y sin disimulos, la golpe贸 cuando liber贸 su erecci贸n. No era joven, no era atractivo, pero hab铆a una crudeza en su cuerpo que inexplicablemente hizo palpitar su sexo. 

—M谩s sucia de lo que pareces, ¿eh?— el camionero se ri贸 entre dientes cuando Astrid, sin pre谩mbulos, envolvi贸 sus labios alrededor de 茅l, trag谩ndose la mitad de su longitud de un solo movimiento. 

La mamada era perfecta: 

Cada bajada de su cabeza era un estudio en sumisi贸n, su nariz enterr谩ndose en el vello 谩spero de su vientre mientras la garganta se abr铆a para recibirlo. La lengua, plana y firme, se deslizaba por la vena prominente en su parte inferior, recogiendo el sabor salado que ya comenzaba a filtrarse. 

—Mierda, esa boquita— gru帽贸 el hombre, una mano enred谩ndose en su pelo casta帽o rojizo, gui谩ndola con m谩s fuerza de la necesaria. 

Astrid dej贸 escapar un gemido ahogado, la vibraci贸n haciendo que el camionero arqueara la espalda. 

—S铆, as铆, putita— jade贸, los nudillos blancos al aferrarse al volante con una mano mientras la otra empujaba su cabeza hacia abajo. 

El cami贸n se desvi贸 ligeramente en la carretera, pero ninguno de los dos prest贸 atenci贸n. Astrid se concentraba en el ritmo, en la forma en que su boca se llenaba, en los gru帽idos guturales que escapaban del conductor. Sus propias manos, olvidadas hasta ahora, comenzaron a moverse: una se apret贸 entre sus muslos, encontrando el calor h煤medo que la traicionaba, mientras la otra subi贸 para jugar con los test铆culos pesados del hombre, haci茅ndolo gemir. 

—Voy a…— comenz贸 el camionero, pero un bocinazo repentino lo hizo maldecir. 

Un coche los adelantaba, el conductor visiblemente escandalizado al ver la escena a trav茅s de la ventana lateral. 

—¡Que miren, puta!— rugi贸 el camionero, ahora completamente fuera de control, empujando su cabeza hacia abajo con m谩s fuerza. 

Astrid obedeci贸, los ojos llorosos, la garganta ardiendo, pero sin detenerse. Sab铆a que esto no terminar铆a aqu铆. El extorsionador no se lo permitir铆a. 

Y lo peor de todo era que, en alg煤n lugar profundo y oscuro de su mente, ella tampoco quer铆a que terminara. 

El sabor espeso y salado llen贸 su boca cuando el camionero termin贸, sus gru帽idos ahog谩ndose en el aire cargado de la cabina. Astrid trag贸 sin vacilar, los ojos entrecerrados, las mejillas a煤n hundidas por el esfuerzo. 

—¿Te gusta mi sabor, putita?— pregunt贸 el hombre, los dedos 谩speros enred谩ndose en su pelo para mantenerla cerca. 

Ella asinti贸, limpi谩ndose los labios con el dorso de la mano. 

—S铆— admiti贸, y esta vez no minti贸. Hab铆a algo en la crudeza del acto, en la sumisi贸n forzada pero placentera, que la hac铆a arder por dentro. 

El camionero sonri贸, satisfecho, y arranc贸 el veh铆culo de nuevo. El viaje continu贸 como si nada hubiera pasado. Astrid incluso le sirvi贸 mate, sus dedos temblorosos pas谩ndole el recipiente mientras la ruta se desplegaba ante ellos. 

Pero a veinte kil贸metros de la casa de sus padres, el cami贸n se detuvo en una estaci贸n de servicio solitaria. El motor se apag贸, y el silencio se hizo pesado. 

—Es hora de que pagues el resto del viaje— anunci贸 el camionero, su voz baja pero cargada de intenci贸n. 

Antes de que Astrid pudiera responder, su mano ya estaba en su muslo, subiendo con descaro bajo la falda corta. Ella contuvo el aire, pero no se resisti贸. Hab铆a comenzado esto, y ahora sab铆a que no hab铆a vuelta atr谩s. 

—Aqu铆… aqu铆 no— murmur贸, pero el hombre solo ri贸. 

—Nadie nos ve, princesa— asegur贸, mientras con un movimiento brusco le arrancaba la blusa, dejando al descubierto sus pechos peque帽os pero firmes, los pezones ya erectos por la anticipaci贸n. 

Astrid cerr贸 los ojos cuando el short sigui贸 el mismo camino, arrojado a alg煤n rinc贸n de la cabina. Ahora solo quedaban sus bragas negras, que el camionero apart贸 con un dedo antes de rasgarlas sin ceremonia. 

—Ponte en cuatro— orden贸, d谩ndole una palmada en la nalga que reson贸 en el espacio cerrado. 

Ella obedeci贸, arrodill谩ndose en el asiento, las manos apoyadas contra el vidrio empa帽ado. El aire fr铆o de la cabina le eriz贸 la piel, pero el calor entre sus piernas era imposible de ignorar. 

El camionero no tard贸 en posicionarse detr谩s de ella, sus manos agarrando sus caderas con fuerza mientras se alineaba. 

—M铆rate— gru帽贸, se帽alando el espejo retrovisor donde Astrid pod铆a ver su propio reflejo: despeinada, desnuda, los labios entreabiertos y los ojos brillantes de excitaci贸n. 

Ella apenas tuvo tiempo de procesar la imagen antes de que 茅l entrara en ella de un solo empuj贸n, llen谩ndola por completo. Un gemido escap贸 de sus labios, ahogado por el sonido del cami贸n al mecerse bajo su peso combinado. 

Fue entonces cuando, a trav茅s del vidrio sucio, Astrid vio el destello de una lente en un auto estacionado a pocos metros. 

Alguien los estaba filmando. 

Cada embestida del camionero la empujaba contra el asiento de cuero gastado, sus nalgas palme谩ndose contra sus muslos con un sonido h煤medo que llenaba la cabina. Astrid gimi贸, las manos aferradas al respaldo del asiento, los nudillos blancos de la fuerza con que se sujetaba. 

—As铆, as铆…— jade贸, arqueando la espalda para recibirlo m谩s profundo. 

El camionero gru帽贸, sus manos grandes agarrando sus caderas con fuerza, marc谩ndola con sus dedos. 

—Qu茅 puta m谩s buena— escupi贸, los labios torcidos en una sonrisa burlona—. Te encanta que te traten como la zorra que eres, ¿verdad? 

Astrid no respondi贸 con palabras, pero el movimiento fren茅tico de sus caderas era respuesta suficiente. Nunca nadie la hab铆a hablado as铆, nunca nadie la hab铆a usado con tanta crudeza, y para su verg眉enza, nunca hab铆a estado tan excitada. 

El aire ol铆a a sexo y sudor, mezclado con el diesel del cami贸n. El hombre aument贸 el ritmo, sus gru帽idos volvi茅ndose m谩s guturales, m谩s urgentes. 

—Voy a llenarte, putita— advirti贸, y Astrid s贸lo pudo gemir en respuesta. 

Cuando lleg贸, fue con un rugido, enterr谩ndose hasta el fondo y derram谩ndose dentro de ella en pulsos calientes que la hicieron estremecer. Astrid lo sinti贸 todo, cada gota, cada temblor de su cuerpo contra el suyo. 

El silencio que sigui贸 s贸lo fue roto por su respiraci贸n agitada. El camionero se apart贸, arroj谩ndole una mirada de satisfacci贸n mientras se ajustaba el pantal贸n. 

—El resto del viaje lo haces as铆— orden贸, se帽alando su desnudez con un gesto despectivo. 

Astrid no protest贸. Se acomod贸 en el asiento, sintiendo c贸mo su propio deseo se mezclaba con el de 茅l, escurri茅ndole por los muslos. El cami贸n arranc贸 de nuevo, y ella se dej贸 mecer por el movimiento, demasiado perdida en sus propias sensaciones como para sentir verg眉enza. 

Cuando finalmente llegaron a las afueras de la casa de sus padres, el camionero detuvo el veh铆culo. 

—B谩jate— dijo simplemente, recogiendo sus prendas del suelo y arroj谩ndolas a sus pies. 

Astrid lo mir贸, los ojos brillantes, el cuerpo todav铆a palpitante. 

—Gracias por el viaje— murmur贸, sin poder creer las palabras que sal铆an de su boca. 

El hombre se ri贸, un sonido 谩spero y carente de humor. 

—No vuelvas a hacer dedo, putita. La pr贸xima vez no te dejar茅 ir tan f谩cil. 

Astrid baj贸 del cami贸n, el aire fresco de la tarde rozando su piel desnuda. Se visti贸 r谩pidamente, las manos temblorosas, demasiado concentrada en cubrirse como para notar el auto estacionado a lo lejos, la lente de una c谩mara apuntando directamente a ella. 

Comenz贸 a caminar hacia la casa de sus padres, las piernas todav铆a d茅biles, la mente nublada. Fue entonces cuando su tel茅fono vibr贸. 

Un mensaje. 

"Bien hecho. Si este fin de semana obedeces, ya no sabr谩s m谩s de m铆." 

Astrid contuvo el aire, los ojos fijos en la pantalla. ¿Era esto realmente el final? ¿O s贸lo el comienzo de algo peor? 

No tuvo tiempo de pensarlo m谩s. La puerta de la casa de sus padres se abri贸, y la voz c谩lida de su madre la llam贸 desde el interior. 

—¡Astrid! ¡Qu茅 sorpresa! 

Ella escondi贸 el tel茅fono, forzando una sonrisa. 

—Hola, mam谩— dijo, mientras el auto a lo lejos encend铆a su motor y se alejaba en silencio. 

 

Continuara... 

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