El aire en la oficina era denso, cargado con el aroma a libros viejos, café fuerte y algo más… algo prohibido. Astrid, con su cabello castaño oscuro rojizo cayendo como una cascada sedosa sobre sus hombros desnudos, se movía sobre el regazo del profesor Erik, su cuerpo proporcional y suave ajustándose a cada embestida de él. Sus ojos claros, de un cristalino casi dorado, se entrecerraban mientras jadeaba, las uñas clavándose en los músculos tensos de sus brazos.
—No pares…— susurró, la voz temblorosa, mientras sus caderas giraban en círculos lentos, sintiendo cómo él la llenaba por completo.
Erik, alto como un dios nórdico, con el cabello rubio ceniza y una barba corta que rozaba su clavícula al inclinarse, gruñó y la tomó de la cintura, levantándola y bajándola con fuerza sobre su miembro.
—Te gusta que te use así, ¿verdad, Astrid?— Su voz era áspera, dominante, mientras una mano se enredaba en su pelo, tirando ligeramente para exponer su cuello.
Ella arqueó la espalda, los pechos pequeños pero firmes temblando con cada movimiento, los pezones erectos rozando su camisa abierta.
—Sí… siempre— gemía, perdida en la sensación de ser poseída por él, de saber que, a pesar de ser su profesor, en ese momento solo era un hombre desesperado por ella.
La mesa crujió cuando Erik la empujó contra ella, doblando su cuerpo sobre la superficie fría. Astrid sintió sus manos recorrer sus muslos, separándolos más, antes de entrar en ella de nuevo, esta vez más rápido, más duro.
—Mírame— ordenó él, y cuando sus ojos se encontraron, Astrid sintió que se derretía. Erik no era solo un amante experto, era adictivo. Cada mirada, cada palabra, cada roce de sus labios sobre su piel la enloquecía.
—Vas a venir para mí— murmuró contra su boca, y ella asintió, incapaz de negarlo.
Y así fue. Con un grito ahogado, Astrid se dejó llevar, las contracciones de su interior apretándolo como un guante, mientras él seguía moviéndose, prolongando su placer hasta que, con un gruñido ronco, él también cayó, derramándose dentro de ella.
Pasaron minutos antes de que alguno de los dos pudiera hablar. Astrid, todavía jadeando, se incorporó y buscó su ropa esparcida por el suelo. Erik la observó, los ojos azules brillando con satisfacción.
—No te vayas todavía— dijo, acariciando su muslo.
—Tengo que irme… mi roommate debe estar preguntándose dónde estoy— respondió ella, aunque su cuerpo parecía reluctante a separarse de él.
Él la atrajo para un beso profundo, lento, como si quisiera memorizar el sabor de sus labios.
—Mañana— prometió, y Astrid asintió, sonrojada pero feliz.
El departamento estaba en silencio cuando llegó. Su roommate, Laura, probablemente estaba en la biblioteca. Astrid se dirigió directo al baño, necesitando lavarse, aunque parte de ella quería conservar el olor a Erik en su piel un poco más.
El agua caliente corrió por su cuerpo, limpiando los rastros de su encuentro, pero no el calor que aún ardía en su vientre. Cuando salió, envuelta solo en una toalla, el sonido de su teléfono la sobresaltó. Un mensaje. De un número desconocido.
Con el pelo todavía goteando, lo abrió… y el corazón se le detuvo.
"¿Quieres que todos sepan que eres una puta?"
Debajo, una foto. Ella. De rodillas en la oficina de Erik, la boca alrededor de su miembro, los ojos cerrados en éxtasis.
Astrid dejó caer el teléfono, las manos temblorosas. ¿Quién…? ¿Cómo…?
El pánico la inundó. Alguien sabía. Alguien los había visto.
Y ahora, ese alguien tenía el poder de destruirlos a ambos.
Las manos de Astrid temblaban mientras escribía, los dedos resbalando sobre la pantalla del teléfono, el corazón golpeándole las costillas como si quisiera escapar.
—¿Quién eres?— envió, la voz atrapada en su garganta, los ojos clavados en la imagen que la condenaba.
No hubo respuesta inmediata, solo esos tres puntos que bailaban en la pantalla, burlones, mientras el aire en su habitación se volvía irrespirable. El teléfono vibró.
—No importa quién soy. Desde ahora me perteneces, o tu secreto se sabrá.
Astrid tragó saliva, las piernas flojas. ¿Erik? ¿Algún estudiante? ¿Un desconocido que los había espiado? No podía saberlo, pero las palabras quemaban como hierro al rojo vivo.
—¿Qué quieres?— escribió, los dedos fríos.
La respuesta llegó rápido, seca, innegociable.
—Ponte un bikini en la parte de arriba y un short corto. Sal a la calle. Que todos vean qué putita eres.
Astrid cerró los ojos, la vergüenza y el miedo mezclándose en su pecho. No era tan descabellado, se repitió. No era como si le pidieran que se desnudara… todavía. Con manos torpes, buscó en su cajón, sacando un bikini celeste, las tiras finas, la tela apenas suficiente para cubrir sus pechos pequeños pero firmes. El short de jean, desgastado, tan corto que las curvas de sus nalgas asomaban con cada movimiento.
Se miró en el espejo, el rubor subiéndole por el cuello.
—Esto no es tan malo— murmuró, pero su reflejo no la convencía.
El teléfono vibró de nuevo.
—¿Ya saliste?
Astrid respiró hondo, abrió la puerta de su departamento, el aire de la noche rozando su piel expuesta.
—Sí— escribió, sintiendo cómo cada paso la acercaba a la mirada de los demás.
Las luces de la calle la bañaban, y aunque no había mucha gente, cada persona que pasaba le ardía en la piel como un juicio. Un grupo de chicos en una esquina silbó, uno de ellos lanzó un comentario soez. Astrid apretó los dientes, las manos temblando, pero siguió caminando.
El teléfono vibró.
—Mándame un video. Caminando.
Ella maldijo en silencio, pero obedeció. Activó la cámara, grabándose desde el cuello hacia abajo, capturando cómo sus pechos se movían levemente bajo el bikini, cómo el short se le ajustaba con cada paso, revelando más de lo que escondía. Lo envió.
La respuesta fue inmediata.
—Bien. Ahora dime… ¿Te gusta que te miren?
Astrid sintió un escalofrío, pero también… algo más. Algo caliente, prohibido, que se arrastraba desde su vientre.
—No— mintió.
El extorsionador no le creyó.
—Miente otra vez y subo la foto a todas tus redes.
Ella tragó saliva.
—Sí… un poco— admitió, la vergüenza quemándole las mejillas.
El teléfono vibró de nuevo, pero esta vez no era un mensaje. Era una llamada.
Astrid contuvo el aire, el pulso acelerado. ¿Contestar? ¿Ignorarlo?
Antes de que pudiera decidir, el timbre se detuvo. Un nuevo mensaje apareció.
—Mañana. Te espero en el parque a las 9. Ven como estás ahora… o sufres las consecuencias.
Astrid miró alrededor, como si el extorsionador pudiera estar allí, observándola, disfrutando de su sumisión. Pero solo estaba la noche, las luces, y el peso de su secreto, cada vez más pesado.
Regresó a su departamento, las piernas débiles, la mente nublada. ¿Hasta dónde llegaría esto? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar para proteger su secreto?
Y, lo más aterrador… ¿en qué se estaba convirtiendo?
La mañana estaba fresca, el sol filtrándose entre las hojas de los árboles del parque como si dudara en iluminar lo que estaba a punto de ocurrir. Astrid caminaba con pasos cortos, el short de jean ajustándose peligrosamente con cada movimiento, la tela del bikini celeste rozando sus pezones ya medio erectos, tanto por el frío como por el nudo de excitación y terror que llevaba en el estómago desde que había recibido la última orden.
—¿Qué mierda estoy haciendo?— musitó para sí misma, los dedos apretando el teléfono como si fuera un salvavidas.
Pero no había vuelta atrás. La foto era real. Las amenazas, también. Y aunque una parte de ella se rebelaba, otra… otra se estremecía ante la idea de ser forzada a esto, de no tener elección.
El parque estaba casi vacío a esta hora, solo algunas madres con niños pequeños en el área de juegos, un par de corredores pasando a lo lejos. Astrid respiró hondo, tratando de calmar el latido furioso de su corazón.
El teléfono vibró.
—Ve donde están las flores violetas. Ponte de rodillas y espera órdenes.
Ella miró alrededor hasta encontrar el pequeño jardín de flores violetas, cerca de un banco solitario. Sin dudar, se acercó y, con un último vistazo a su alrededor, se arrodilló. La hierba húmeda le mojó las rodillas al instante, pero ella apenas lo notó.
—Por favor, que no haya nadie…— susurró, los ojos escudriñando el parque.
Durante unos minutos, nada. Solo el canto de los pájaros, el murmullo del viento. Astrid comenzaba a relajarse cuando, de pronto, unos pasos lentos se acercaron.
Un anciano, vestido con un traje gris pulcro, canas plateadas peinadas con cuidado, ojos oscuros que brillaban con una mezcla de nostalgia y curiosidad, se detuvo frente a ella.
—Buenos días— dijo, su voz grave pero amable.
Astrid se tensó, pero intentó sonreír.
—Buenos días— respondió, tratando de que su voz no sonara quebrada.
El anciano miró las flores, luego a ella, arqueando una ceja.
—Qué raro que haya otra persona aquí— comentó, casi para sí mismo.
—¿Por qué?— preguntó Astrid, intentando distraerse de la situación.
—Porque yo vengo todos los días a esta misma hora, y nunca hay nadie— respondió el hombre, acariciando suavemente un pétalo violeta.
—¿Todos los días?—
—Sí. Solía venir con mi mujer. Pero desde que ella murió… bueno, sigo viniendo. Me hace sentir cerca de ella— confesó, una sonrisa triste dibujándose en sus labios.
Astrid sintió un pinchazo de ternura. Era dulce, melancólico. Por un segundo, olvidó por qué estaba ahí.
Hasta que el teléfono vibró de nuevo.
Con manos temblorosas, lo miró.
—Chúpaselo al viejo o ya sabes qué pasará.
El corazón de Astrid se detuvo. No. No podía ser en serio.
Pero el mensaje era claro. Y la foto, más.
El anciano, ajeno a su tormento, seguía hablando.
—Ella amaba estas flores. Decía que el violeta era el color de la…
Su voz se cortó cuando Astrid, con movimientos mecánicos, desabrochó su short y lo dejó caer.
—Señorita, ¿qué…?— comenzó a decir, confundido.
Pero ella no lo dejó terminar. Con una determinación que no sentía, se inclinó hacia adelante, sus manos temblorosas desabrochando su cinturón.
—Por favor… no diga nada— murmuró, los ojos vidriosos, la voz apenas un hilo.
El anciano no la detuvo. No porque quisiera, sino por el puro shock. Y cuando los labios de Astrid se cerraron alrededor de él, un gemido involuntario escapó de su garganta.
Astrid cerró los ojos, saboreando el amargo peso de su sumisión, el placer retorcido de obedecer, el miedo a lo que pasaría si se negaba.
Y en algún lugar, alguien los observaba. Alguien que sonreía, satisfecho.
Alguien que apenas comenzaba con ella.
El anciano jadeó cuando los labios cálidos de Astrid lo envolvieron, sus manos temblorosas aferrándose a los brazos del banco mientras la joven trabajaba con una sumisión forzada que la hacía sentir sucia… pero inexplicablemente viva. La textura de su piel, el olor a colonia barata mezclado con el sudor del nerviosismo, el peso de su carne en su lengua—todo se grababa en su mente como un pecado que nunca podría lavar.
—Dios mío…— el viejo gimió, los dedos enredándose involuntariamente en su cabello castaño rojizo, tirando con más fuerza de la que ella esperaba.
Astrid ahogó un gemido, la humedad entre sus piernas traicionándola mientras succionaba con movimientos lentos, saboreando el sabor salado que ya empezaba a impregnar su boca. Sus propias lágrimas ardían en sus párpados, pero no dejaba de moverse, sintiendo cómo él se endurecía aún más, cómo sus caderas empezaban a empujar hacia arriba, buscando profundidad.
—Así… así…— murmuraba el anciano, la voz quebrada por décadas de vida pero ahora cargada de un deseo que avergonzaba a Astrid tanto como la excitaba.
Ella cerró los ojos, imaginando por un segundo que era Erik quien la usaba así, pero la realidad era más cruel—y más ardiente—. Este no era su profesor, no era un hombre joven y atlético. Era un extraño, un viejo que debía estar en su casa, no enterrado hasta la garganta en su boca mientras el sol de la mañana los iluminaba como cómplices.
El sonido húmedo de sus labios deslizándose una y otra vez se mezclaba con los jadeos del hombre, cuyas manos ahora agarraban su cabeza con una urgencia que no esperaba.
—Voy a… voy a…— no terminó la frase.
Astrid lo sintió antes de que ocurriera—la tensión en su cuerpo, el temblor en sus muslos—y cuando el calor explotó en su boca, tragó por instinto, los ojos cerrados con fuerza, las mejillas ardientes. El sabor era más amargo de lo que recordaba, más espeso, y cuando abrió los ojos y vio la expresión de éxtasis del anciano, algo en su interior se quebró.
El teléfono vibró contra su muslo.
Con dedos temblorosos, lo tomó.
—Ahora vete. Pero con una sonrisa. Y lento.
Astrid se limpió los labios con el dorso de la mano, forzando una sonrisa que debió verse tan falsa como se sentía, pero el anciano, todavía jadeando, solo alcanzó a murmurar:
—Eres… eres un ángel…
Ella se levantó, las piernas inestables, y caminó como le habían ordenado—lento, los labios todavía brillantes, el short tan corto que cualquiera que la mirara con atención habría visto la humedad entre sus muslos.
El teléfono vibró de nuevo.
—Este fin de semana irás a visitar a tus padres.
Astrid apretó los dientes, pero no respondió.
Continuara...

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