La mañana había pasado en un lento arrastre de horas para Diana, encerrada en su habitación como una fugitiva de su propia vergüenza. El sol entraba a través de las cortinas semiabiertas, dibujando líneas doradas sobre su cuerpo, que yacía enroscado bajo las sábanas. No se había atrevido a salir, ni siquiera para ir al baño. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver las caras de sus padres en el umbral de la puerta, sus miradas fijas en ella, en su desnudez, en el espectáculo íntimo que nunca debieron presenciar.
"¿Qué me pasa?" se preguntó por enésima vez, mordiendo el labio inferior mientras sus dedos trazaban círculos lentos sobre su vientre. La vergüenza ardía en su pecho, pero algo más, algo más profundo y oscuro, también se movía dentro de ella. Había vuelto a tocarse dos veces desde que amaneció, imaginando que ellos seguían ahí, observándola, disfrutando de su exhibición. La idea la excitaba tanto como la aterraba.
—Amor, tienes que comer algo —la voz de su madre, suave pero firme, llegó desde el otro lado de la puerta, acompañada por unos golpes discretos.
Diana se estremeció, escondiéndose aún más bajo las cobijas.
—No tengo hambre, mami —mintió, aunque su estómago llevaba rugiendo desde el amanecer.
—Diana, por favor. Abre la puerta —insistió su madre, esta vez con un tono más dulce, casi maternal—. No pasa nada, ¿sabes? Lo de anoche… es normal.
"Normal". La palabra resonó en su cabeza como un eco. ¿Era normal que sus padres la hubieran visto así? ¿Era normal que ella ahora no pudiera dejar de pensar en eso?
Con un suspiro, se obligó a salir de la cama. Se puso la primera remera que encontró, larga y holgada, que le llegaba hasta mitad de los muslos, y una tanga mínima que apenas cubría sus curvas. No se molestó en ponerse más; después de todo, ellos ya la habían visto completamente desnuda.
Al abrir la puerta, se encontró con su madre, que la miraba con una mezcla de ternura y algo más… ¿curiosidad? ¿Deseo? No podía estar segura.
—Ahí estás —dijo su madre, sonriendo mientras le acariciaba la mejilla—. ¿Cómo estás, mi amor?
—Bien… supongo —murmuró Diana, evitando su mirada.
Su madre entró en la habitación sin pedir permiso, sentándose en el borde de la cama con una naturalidad que contrastaba con la tensión que Diana sentía.
—Mira, Diana, no tienes que sentirte avergonzada. Todos lo hacemos —dijo, jugueteando con un mechón de su propio cabello—. Masturbarse es parte de crecer, de conocerse.
Diana se mordió el labio, mirando a su madre de reojo.
—¿Y… papá no te es suficiente? —la pregunta salió antes de que pudiera detenerla, cargada de una curiosidad que no podía contener.
Su madre rió, un sonido bajo y sensual.
—Tu padre es increíble en la cama, mi amor. Pero una mujer necesita su tiempo a solas también. Es diferente —explicó, deslizando una mano por su propio muslo, como si estuviera recordando algo—. A veces, solo quieres sentirte tú misma, sin nadie más.
Diana asintió, aunque no estaba del todo convencida. Había algo en la manera en que su madre hablaba, en cómo sus ojos brillaban al mencionar a su padre, que la hacía preguntarse cuántas veces ellos habrían fantaseado con alguien más. ¿Con ella?
—¿Quieres… verme masturbar? —la pregunta de su madre cayó como una bomba, directa y sin rodeos.
Diana abrió los ojos como platos, la sangre corriendo hacia sus mejillas. Antes de que pudiera responder, su madre comenzó a desabrocharse la blusa, revelando un sostén de encaje negro que apenas contenía sus pechos.
—Mamá, yo… —la voz de Diana se quebró, pero no pudo apartar la mirada.
Su madre se levantó, deslizando las manos por su cuerpo mientras se quitaba la ropa con movimientos deliberados, como si estuviera en un escenario. Cada prenda que caía al suelo revelaba más piel, más curvas, más de esa sensualidad que Diana siempre había admirado en ella.
—Es solo sexo, mi amor —susurró su madre, ahora completamente desnuda frente a ella—. Nada de lo que avergonzarse.
Y así, en el espacio íntimo de su habitación, con la puerta cerrada pero el aire cargado de posibilidades, Diana se encontró al borde de un nuevo descubrimiento, uno que borraría para siempre la línea entre lo prohibido y lo deseable.
El aire en la habitación de Diana se había vuelto espeso, cargado con el aroma dulzón de la excitación femenina que se esparcía como una neblina sensual entre las cuatro paredes. La madre, ahora completamente desnuda, tenía la espalda arqueada contra el marco de la cama mientras sus dedos expertos trazaban círculos húmedos alrededor de sus labios vaginales ya hinchados por el deseo. Diana podía ver claramente cómo la luz se reflejaba en los hilos de fluido que conectaban los dedos de su madre con su sexo, creando destellos dorados cada vez que los movía.
"¿Por qué lo hace? ¿Es solo para hacerme sentir mejor o...?" El pensamiento se quedó incompleto en la mente de Diana cuando su madre introdujo dos dedos con un gemido gutural que resonó en toda la habitación. El sonido era crudo, animal, completamente diferente a los ruidos contenidos que Diana solía hacer cuando se tocaba a solas. Sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de sus dedos, creando un chasquido húmedo que se sincronizaba con cada embestida.
—Mmm, sí... así... —la madre jadeó, lamiéndose los labios mientras mantenía contacto visual con Diana, sus pupilas tan dilatadas que casi ocultaban el color de sus iris.
Diana sintió cómo su propia humedad empapaba la delgada tela de su tanga. Sin pensarlo dos veces, se arrancó la remera en un movimiento brusco, haciendo que sus pechos pesados rebotaran libremente. La tanga siguió el mismo camino, deslizándose por sus muslos temblorosos hasta caer al suelo. Ahora ambas estaban igualmente expuestas, igualmente vulnerables, igualmente entregadas al momento.
—Mami, yo... —Diana comenzó a decir, pero las palabras murieron en su garganta cuando vio cómo su madre se mordía el labio inferior mientras la observaba desvestirse.
No hubo más diálogo. Diana se recostó contra las almohadas, separando las piernas con una timidez inicial que pronto se transformó en urgencia cuando sus propios dedos encontraron su clítoris hinchado. El contraste era electrizante: mientras su madre se penetraba con movimientos firmes y experimentados, Diana se concentraba en círculos rápidos alrededor de su sensible botón, ocasionalmente deslizando un dedo dentro de sí misma para sentir cómo sus paredes vaginales palpitaban.
El espectáculo era hipnótico. Los pechos de la madre, más maduros pero igualmente firmes, se mecían con cada embestida de sus dedos, los pezones erectos como pequeñas bayas oscuras. Diana no podía evitar compararlos con los suyos - más grandes, más pálidos, con pezones rosados que ahora brillaban de saliva cuando ocasionalmente se los llevaba a la boca para chupárselos ella misma.
—Dios, mi amor... cómo me excitas —la madre gimió, aumentando el ritmo hasta que el sonido de su sexo húmedo se volvió obscenamente audible.
Diana respondió con un gemido más agudo, sus propios dedos moviéndose frenéticamente ahora. Sus caderas se levantaban del colchón en arcos perfectos, buscando más presión, más fricción, más de ese placer que sentía acumularse en su bajo vientre como una tormenta eléctrica. El sudor comenzó a cubrir sus cuerpos, creando un brillo sensual que resaltaba cada curva, cada músculo tenso, cada venita que se marcaba bajo la piel enrojecida por la excitación.
—Vamos, cariño... ven conmigo —la madre jadeó, viendo cómo Diana se acercaba al borde del orgasmo.
Fue como si estuvieran conectadas. Diana sintió la explosión primero - una ola de placer tan intensa que le hizo arquear la espalda hasta casi romperse, sus pechos apuntando al techo mientras un grito desgarrador salía de su garganta. Su madre la siguió segundos después, con un gemido profundo y gutural mientras su sexo se contraía alrededor de sus dedos, los músculos de su abdomen temblando visiblemente con cada espasmo.
En el éxtasis post-orgásmico, sin pensarlo, Diana se abalanzó hacia su madre y la abrazó con fuerza, sus cuerpos sudorosos pegándose como si fueran uno solo. Fue entonces cuando el impulso la venció - inclinó la cabeza y tomó uno de los pezones de su madre en su boca, chupando con la misma intensidad con que lo hacía cuando era bebé. El sabor salado del sudor mezclado con algo indescriptiblemente femenino llenó su boca.
—Oh... —la madre exhaló, pero no la apartó.
Diana se quedó quieta, petrificada, cuando la realidad de lo que acababa de hacer la golpeó. Su boca seguía alrededor del pezón de su madre, pero ahora no sabía si seguir o retirarse. El silencio que siguió fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo, interrumpido solo por la respiración agitada de ambas y el tictac lejano de un reloj en alguna parte de la casa.
La voz de la madre surgió como un susurro cargado de autoridad y lujuria, rompiendo el silencio tenso que se había apoderado de la habitación:
—Continúa...
Esa palabra, pronunciadas con un tono que Diana nunca antes había escuchado en boca de su madre, actuaron como un interruptor que liberó algo primitivo en su interior. Sin vacilar, volvió a inclinarse y capturó el pezón entre sus labios, chupando con una desesperación que la sorprendió incluso a ella misma. El sabor a sudor y a piel femenina la embriagó, mientras sus manos agarraban con fuerza las curvas maduras de su madre, hundiendo los dedos en esa carne que siempre le había parecido el epítome de la feminidad.
—Así, mi niña... —la madre gimió, arqueando la espalda para ofrecer más de sí misma a la boca ávida de su hija—. Dios, cómo lo necesitaba...
El dedo que repentinamente se deslizó entre los labios aún sensibles de Diana la hizo gemir contra el pecho de su madre. Era una intrusión inesperada pero bienvenida, un recordatorio de que esto ya no era solo sobre observar, sino sobre participar. El dedo de su madre se movía con la experiencia de alguien que conocía cada centímetro del cuerpo femenino, encontrando el punto exacto que hizo que Diana rompiera el contacto con su pezón para lanzar un grito ahogado.
—Mamá... por favor... —suplicó, aunque ni ella misma sabía exactamente qué estaba pidiendo.
La respuesta llegó en forma de un beso. No el beso casto de una madre a su hija, sino uno profundo, húmedo, donde las lenguas se entrelazaron con una urgencia que borró cualquier último vestigio de inhibición. Diana pudo saborearse a sí misma en los labios de su madre, una mezcla de sus propios fluidos con los de su progenitora que la hizo estremecer de pies a cabeza.
"Esto está mal... tan mal... pero Dios, nunca me he sentido tan viva."
El primer cambio de posición fue casi natural. La madre, con una fuerza que Diana no sabía que poseía, la volteó sobre la cama hasta quedar encima, sus pechos maduros colgando sobre el rostro de su hija como frutas prohibidas. Diana no necesitó indicaciones; extendió la lengua y lamió el valle entre ellos, siguiendo el camino de gotas de sudor que brillaban a la luz del atardecer.
—Quiero probarte —la madre susurró, deslizándose hacia abajo por el cuerpo de Diana hasta quedar entre sus piernas—. Quiero saborear lo que mi hija esconde...
El primer contacto de esa lengua experimentada con su sexo aún palpitante hizo que Diana se aferrara a las sábanas con tal fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Su madre no perdía el tiempo con preliminares; desde el primer momento aplicó una presión firme y constante sobre su clítoris, alternando lamidas largas con succiones breves que tenían a Diana arqueándose en la cama como un arco tensado.
—¡Mami, voy a...! —la advertencia se perdió en otro gemido cuando las piernas comenzaron a temblar alrededor de la cabeza de su madre.
Pero justo cuando estaba al borde, su madre se detuvo, dejando a Diana jadeando y desesperada.
—Turnos, cariño —dijo con una sonrisa traviesa mientras se colocaba en posición de 69—. Ahora es mi turno.
La vista desde ese ángulo era algo que Diana jamás habría imaginado: el sexo maduro de su madre, sus labios ligeramente más oscuros que los suyos, brillando de excitación apenas a centímetros de su cara. El aroma era intenso, femenino, completamente diferente al suyo pero igualmente intoxicante. No necesitó más invitación; hundió la cara en ese triángulo de vello cuidado, lamiendo con la misma desesperación con que su madre lo había hecho momentos antes.
Los siguientes minutos (¿horas?) fueron un torbellino de posiciones cambiantes, cada una explorando un nuevo ángulo de placer. En las tijeras, sus sexos se rozaban con una fricción perfecta, los labios mayores de su madre envolviendo los suyos en un abrazo húmedo que las hacía gemir al unísono. Cuando Diana se montó a horcajadas sobre el rostro de su madre, sus pechos pesados colgaban sobre el vientre de su progenitora, los pezones rozando esa piel más madura con cada movimiento de caderas.
—¡Dios, mami, no puedo más! —Diana gimió en un momento dado, su cuerpo cubierto de una fina capa de sudor que hacía resbalar sus pechos contra los de su madre cada vez que se abrazaban entre orgasmos.
Pero su madre, incansable, solo sonrió y la guió hacia otra posición, otro ángulo, otra manera de explorar este nuevo vínculo que las unía. Cuando finalmente colapsaron juntas, exhaustas, sus cuerpos formaban un enredo de extremidades sudorosas y cabellos enmarañados. Los pechos de Diana, marcados por pequeños moretones de amor dejados por los dientes de su madre, se elevaban y caían con cada respiración agitada. Los de su madre, igualmente marcados pero por la boca de su hija, presionaban contra el costado de Diana como recordatorios cálidos de lo que acababan de compartir.
El abrazo en el que se fundieron no tenía nada de maternal o filial; era el abrazo de dos amantes que han descubierto un nuevo nivel de intimidad, y que saben que nada volverá a ser igual. Diana enterró la nariz en el cuello de su madre, inhalando ese perfume mezclado con sexo y sudor que ahora asociaría para siempre con este momento.
—Debe estar cerca la hora de cenar —murmuró la madre, trazando círculos perezosos sobre la espalda de su hija con las yemas de sus dedos.
El comentario casual, tan doméstico, tan normal, chocó violentamente con la realidad de la situación. Diana sintió un escalofrío repentino que nada tenía que ver con el frío.
"¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuánto hemos gemido? ¿Y si...?"
—Papá nos... —comenzó a decir en un susurro casi inaudible, los ojos agrandándose ante la posibilidad de que su padre hubiera escuchado cada gemido, cada jadeo, cada palabra obscena que habían intercambiado.
Su madre la interrumpió con un dedo sobre sus labios hinchados por los besos.
—Anoche, después de lo que pasó, tu padre me hizo el amor diciendo tu nombre —confesó con una voz tan calmada que contrastaba grotescamente con las palabras que pronunciaba—. Y me encantó.
Diana sintió que el mundo giraba a su alrededor. La imagen de su padre encima de su madre, murmurando su nombre mientras se movía dentro de ella, debería haberle provocado repulsión. En cambio, una oleada de calor inesperado inundó su entrepierna, haciendo que los músculos internos se contrajeran recordando los dedos y la lengua de su madre.
—Yo... no sé qué decir —logró articular, aunque cada palabra parecía requerir un esfuerzo sobrehumano.
—No hace falta que digas nada —su madre se separó con un movimiento fluido, como si lo que acababan de hacer no hubiera cambiado nada—. Ve a bañarte, yo haré lo mismo. Luego prepararé la cena.
Pero antes de que Diana pudiera moverse, su madre tomó el celular que descansaba en la mesita de noche. Con la naturalidad con que siempre había tomado fotos de su hija, levantó el dispositivo y capturó varias imágenes de Diana desnuda, aún marcada por sus caricias, las piernas entreabiertas, los pechos pesados y los pezones erectos. El flash iluminó brevemente la habitación, congelando en pixels un momento que nunca debería haber existido.
Lo más sorprendente fue que Diana no protestó. Se quedó quieta, incluso arqueó ligeramente la espalda cuando su madre pidió "una última", exponiendo el largo de su cuello y la curva de sus senos con una sumisión que nunca antes había mostrado.
"¿Por qué lo estoy permitiendo? ¿Quién me he convertido?"
Continuara...

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