Bajo las Sábanas de Mis Padres - Parte 1

 


El estacionamiento de la universidad estaba casi desierto a esas horas, iluminado solo por las farolas que proyectaban círculos amarillentos sobre el asfalto. Diana Sandoval caminaba con pasos tranquilos, su figura esbelta moviéndose con una gracia natural. El suéter tierra, ceñido a su torso, acentuaba la curva de sus pechos generosos, mientras el vaquero holgado balanceaba su silueta, dando la impresión de una chica que no necesitaba esforzarse para llamar la atención. Sus zapatillas blancas crujían levemente contra el suelo, el único sonido aparte del leve susurro del viento nocturno que jugueteaba con su melena dorada. 


"Otro día terminado," pensó, ajustando la correa de su bolso sobre el hombro. Sus ojos azules, claros como el cielo de mañana, escudriñaron el estacionamiento hasta encontrar el auto familiar estacionado cerca de la salida. Dentro, su madre la esperaba, las manos aún en el volante como si acabara de llegar. 


—¡Amor! —la voz de su madre, cálida y familiar, la llamó desde la ventana abierta del coche—. Espera un segundo, quiero sacarte una foto aquí. 


Diana se detuvo, arqueando ligeramente una ceja, pero esbozó una sonrisa. Su madre era así: capturaba momentos como si fueran obras de arte. Sin protestar, se colocó frente al auto y dándole la espalda a la calle, la luz bañando su piel pálida, y adoptó una pose poco casual. Se colocó en cuclillas, mientras su madre sacaba más de una fotografía. 


—Así, perfecto —murmuró su madre, levantando el teléfono—. Eres tan fotogénica, mi niña. 


Diana rió entre dientes, pero no respondió. Sabía que su belleza era heredada. Su madre, a sus 42 años, conservaba ese mismo rostro delicado, aunque con unas caderas más pronunciadas y una madurez que añadía elegancia a cada movimiento. Mientras se acercaba al auto, notó el contraste entre ellas: su madre vestía un vestido sencillo pero elegante, preparada para la cena que tenía planeada, mientras ella llevaba la ropa cómoda de una estudiante. 


Al abrir la puerta y deslizarse en el asiento del copiloto, el aroma a vainilla del perfume de su madre llenó el espacio. 


—¿Todo bien en la uni? —preguntó su madre, arrancando el auto. 


—Sí, mami, lo de siempre —respondió Diana, recostándose en el asiento—. ¿Y tú? ¿Nerviosa por la cita? 


Su madre sonrió, los labios pintados de un rojo discreto curvándose en una expresión que Diana conocía bien: esa mezcla de emoción y timidez que siempre le daban las salidas con su padre. 


—Hace mucho que no salimos solos, tu padre ha estado tan ocupado... —suspiro—. Pero hoy me prometió que sería solo nosotros dos. 


Diana asintió, mirando por la ventana mientras la ciudad pasaba en manchas de luz y sombra. "Perfecto," pensó, sintiendo ese cosquilleo familiar en el bajo vientre. La casa estaría vacía. Y ella tendría tiempo.


La llegada a casa fue rápida. Su padre, Cristofer Sandoval, los esperaba en la entrada, ya vestido con una camisa negra que resaltaba sus hombros anchos. Besó a su esposa en la mejilla con una ternura que hacía evidente los años de matrimonio. 


—Amor, vamos, que se nos hace tarde —dijo, tomándole la mano. 


Diana los vio partir con una sonrisa, agitando la mano desde la puerta. En cuanto el auto desapareció en la esquina, cerró la puerta lentamente, sintiendo el silencio de la casa envolverla. 


"Por fin." 


Subió las escaleras directamente hacia el cuarto principal. La habitación de sus padres estaba sumida en una penumbra cálida, solo iluminada por la tenue luz de la luna que se filtraba entre las cortinas. Diana cerró la puerta con suavidad, asegurándose de que el pestillo estuviera echado. El silencio era absoluto, roto solo por el leve crujido del colchón cuando se sentó al borde de la cama. 


"Esta es mi hora," pensó, mordiendo suavemente su labio inferior mientras sus dedos recorrían el borde de su suéter. Con movimientos lentos, casi ceremoniales, se lo levantó por encima de la cabeza, dejando al descubierto su torso desnudo. Sus pechos, grandes y firmes, se elevaron con una respiración profunda, los pezones ya erectos por la anticipación. 


—Mmm… —susurró para sí misma, deslizando las manos por su piel, sintiendo cómo el aire fresco de la habitación la erizaba. 


Se levantó lo justo para desabrocharse el vaquero, dejando que se deslizara por sus caderas estrechas hasta caer al suelo. Ahora solo llevaba un conjunto de encaje negro, diminuto, que apenas cubría lo esencial. Se miró en el espejo del armario, admirando su reflejo: la curva de sus caderas, la palidez de su piel contrastando con la tela oscura, la manera en que su cabello dorado caía sobre sus hombros como un manto sedoso. 


"Me veo… como ella." 


La idea de parecerse a su madre en ese momento, de ocupar el mismo espacio donde su padre la deseaba noche tras noche, le provocó un escalofrío de excitación. Con un movimiento ágil, se quitó también la ropa interior, quedando completamente desnuda frente al espejo. 


—Aquí es donde él la toca… —murmuró, acariciándose el vientre mientras imaginaba las manos de su padre en su madre, fuertes y posesivas. 


Se dejó caer sobre la cama, hundiéndose en las sábanas que aún guardaban el aroma de la colonia de Cristofer y el perfume suave de su esposa. Diana se revolcó un poco, rozando sus pechos contra las sábanas, sintiendo cómo los pezones se endurecían aún más con la fricción. 


"¿Se masturbará ella aquí también? ¿Pensará en él cuando lo hace?" 


La idea la encendió. Se colocó boca arriba, en el centro exacto del colchón, donde sus padres dormían abrazados. Con una mano, se acarició un pecho, pellizcando suavemente el pezón mientras la otra descendía por su vientre, hacia el calor que ya comenzaba a acumularse entre sus muslos. 


—Dios… —jadeó al sentir el primer contacto de sus dedos contra su clítoris, ya sensible. 


Cerró los ojos, imaginando que eran los dedos de su padre los que la tocaban, que era su voz la que susurraba cosas sucias al oído. Se imaginó que él entraba en la habitación y la encontraba así, desnuda, mojada, esperándolo. 


—Papá… —gimió sin querer, el nombre escapándosele de los labios como un secreto prohibido. 


Sus dedos se movieron con más firmeza, dibujando círculos precisos sobre su clítoris mientras la otra mano se hundía en las sábanas, aferrándose a ellas como si fuera el cuerpo de un hombre. 


"Qué sentiría él si me viera… Si supiera lo que hago en su cama…" 


La fantasía era tan intensa que un nuevo chorro de humedad brotó entre sus piernas. Se introdujo dos dedos dentro de sí, arqueando la espalda al sentir cómo su interior se ajustaba alrededor de ellos. 


—Sí… así… —gimió, acelerando el ritmo. 


Los gemidos se hicieron más fuertes, más desesperados. Se imaginó a su padre observándola, masturbándose también mientras la veía revolcarse en su propia lujuria. 


—¡Cristofer! —susurró, usando su nombre como si fuera un hechizo. 


El orgasmo la golpeó como una ola, sacudiéndole todo el cuerpo. Sus músculos se tensaron, sus piernas temblaron y un grito ahogado escapó de su garganta mientras la plenitud la inundaba. 


Cuando finalmente recuperó el aliento, estaba completamente relajada, las extremidades pesadas, la mente nublada por el placer. Las sábanas estaban revueltas a su alrededor, su cuerpo brillando levemente por una fina capa de sudor. 


"Qué rico…" 


No tuvo fuerzas ni para cubrirse. Simplemente se acurrucó en el lugar donde su padre dormía habitualmente, inhalando su aroma en la almohada. Los párpados se le cerraron pesadamente, y antes de que pudiera pensar en algo más, el sueño la venció. 


Allí quedó, desnuda y satisfecha, en el lecho matrimonial, mientras la luna seguía brillando sobre su piel como un testigo silencioso. 


Diana despertó con un estremecimiento, la piel todavía sensible por el placer reciente. Entrecerró los ojos, desorientada por la oscuridad de la habitación. "Solo habré dormido unos minutos," pensó, sin sospechar que el reloj en la mesita de noche marcaba las once y media de la noche. Había caído en un sueño profundo después de su primer orgasmo, agotada por la intensidad de su fantasía. 


Se estiró como un gato, sintiendo el roce de las sábanas contra su cuerpo desnudo. Un calor persistente aún latía entre sus piernas, como si su cuerpo le recordara que no había terminado del todo. Con un suspiro, se sentó en la cama, el cabello despeinado cayendo sobre sus hombros. 


—Necesito agua… —murmuró, sintiendo la boca seca. 


Se levantó con cuidado, evitando hacer ruido, como si alguien pudiera escucharla. Pero la casa seguía en silencio, lo que confirmó sus suposiciones: sus padres aún no habían regresado. "Deben estar disfrutando de su cita," pensó, sintiendo una mezcla de alivio y excitación al imaginarlos en algún restaurante elegante, su padre mirando a su madre con esa intensidad que siempre le había llamado la atención. 


Caminó desnuda por el pasillo, sus pechos balanceándose levemente con cada paso. La madera fría del suelo contrastaba con el calor de su piel. Al llegar a la cocina, abrió la heladera y tomó un vaso de agua, bebiendo con avidez mientras el líquido frío le recorría la garganta. Pero ni siquiera el agua logró apagar el fuego que aún ardía dentro de ella. 


"Quiero más…" 


Decidió volver al cuarto de sus padres. Esta vez, dejó la puerta entreabierta, pensando que así podría escuchar si llegaban. Pero en realidad, estaba tan absorta en su propio deseo que no prestaba atención a nada más. 


Se tiró sobre la cama boca abajo, hundiendo el rostro en la almohada de su padre, inhalando su aroma. "Huele a él," pensó, y esa sola idea hizo que un nuevo escalofrío de placer le recorriera la espalda. 


—Mmm… —gimió, rozando sus pechos contra las sábanas. 


Esta vez, su fantasía era más atrevida. Se imaginó a su padre y a su madre arrodillados frente a ella, cada uno chupando uno de sus pezones. La imagen mental era tan vívida que pudo sentir las lenguas cálidas y húmedas envolviéndolos, los dientes mordisqueando suavemente. 


—Sí… así… —susurró, llevando una mano a su pecho mientras la otra se deslizaba entre sus piernas. 


Se metió un dedo dentro de sí, arqueando la espalda al sentir cómo su cuerpo lo aceptaba con facilidad. Movía las caderas al ritmo de sus propios dedos, frotándose contra el colchón como si estuviera montando a alguien. 


—¡Dios, ¡qué rico…! —jadeó, perdida en su propio mundo. 


Mientras tanto, en la puerta, dos figuras observaban en silencio. Sus padres habían llegado hacía unos minutos, después de una cena perfecta que se había extendido por cuatro horas. Al escuchar los gemidos sofocados, habían subido las escaleras sin hacer ruido, curiosos por lo que estaba pasando. 


Y allí estaban, parados en el umbral, viendo cómo su hija se entregaba al placer con una intensidad que los dejó paralizados. Cristofer no podía apartar la mirada del cuerpo sudoroso de Diana, de la manera en que sus caderas se movían, de sus pechos aplastados contra la cama. Su esposa, a su lado, también observaba con una mezcla de sorpresa y fascinación. 


—No… no podemos interrumpirla… —susurró su madre, aunque su voz temblaba ligeramente. 


Diana, completamente ajena a su presencia, cambió de posición. Se puso de rodillas en la cama, la espalda arqueada, una mano en su pecho y la otra entre sus piernas. Sus gemidos eran más fuertes ahora, más urgentes. 


—¡Ah! ¡Sí! —gritó, acelerando el movimiento de sus dedos. 


El orgasmo la alcanzó como un rayo, sacudiendo todo su cuerpo. Sus músculos se tensaron, sus piernas temblaron y un grito desgarrador escapó de sus labios. En ese momento exacto, levantó la vista y los vio. 


Sus padres. Parados allí. Mirándola. 


—¡AHHH! —gritó, pero el sonido se entrecortó porque el placer aún la recorría. 


El shock fue instantáneo. Se puso de pie de un salto, sus pechos rebotando con el movimiento brusco, y corrió hacia la puerta. 


—¡Perdón! ¡Perdón! —gritó, esquivando a sus padres y saliendo disparada hacia su habitación. 


Entró como un huracán, cerrando la puerta de golpe y echando el pestillo. Se dejó caer contra la cama, el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a salirse de su pecho. 


"¡Dios mío, me vieron! ¡Me vieron desnuda! ¡Me vieron tocándome!" 


La vergüenza era tan intensa que deseó que la tierra se la tragara. Se envolvió en las sábanas, como si eso pudiera protegerla de la realidad. No saldría de allí en toda la noche. Ni quizás en toda la semana. 


Continuará... 

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